—Agustín, escuché que la familia Lucero y la familia Barrera son de las más poderosas, y que no solo hacen negocios juntos, sino que también tienen tratos secretos… Tú solo pudiste casarte con cualquiera porque Karla no había regresado, pero ahora que Karla volvió, quiero ver cuánto tiempo dura tu matrimonio por contrato con Fabiola.
Sebastián lo miraba con esa mirada de quien espera ver el circo arder. A pesar de todo, no quería romper completamente con Agustín.
Fabiola sintió cómo se le apretaba el pecho. Por un instante, se dio cuenta de que quizá estaba a punto de ser desechada otra vez.
Sí, cuando uno no tiene suficiente poder, siempre teme ser abandonado. Porque en el fondo, ella sabía que todavía no era capaz de sostenerse sola.
—Qué ingenuo eres —soltó Agustín, con una sonrisa cargada de sarcasmo, y tomó la mano de Fabiola mientras se dirigían al patio.
—Vamos, a ver el espectáculo —le susurró Agustín.
Fabiola apenas escuchó. Si Karla ya había vuelto, ¿cómo iba a tener ganas de ver espectáculos? Su mente estaba en otra parte.
...
En el patio, la escena era solemne.
Don Barrera y Héctor, la señora Paulina y todos los empleados de la familia estaban formados afuera, esperando.
Era obvio que la llegada de Karla tenía a todos en vilo.
Fabiola se quedó ahí, de pie, sintiendo un poco de envidia mientras esperaba. Esperaba a la única heredera de los Barrera, la hija legítima de la familia.
Quería ver qué clase de persona podía tener tanta suerte como para nacer en la familia Barrera.
Al final, aunque hubiera estado perdida fuera más de veinte años, al regresar seguía siendo una princesa.
Así es esto: algunos nacen en la gloria, mientras otros, por más que se esfuercen, nunca llegan ni cerca.
Un carro negro de lujo se detuvo en el patio; el mayordomo corrió a abrir la puerta.
Roberto, el abuelo, permanecía de pie, visiblemente emocionado, esperando a la nieta que no veía desde hacía años.
La puerta se abrió, y una mujer con un vestido blanco descendió del carro.
Era una joven de aspecto inocente y limpio, con rasgos que recordaban vagamente a Fabiola, y una mirada que se notaba tímida mientras observaba a don Barrera, sin saber qué hacer.
A Roberto se le humedecieron los ojos y se acercó.
—Hija… yo soy tu abuelo.
Karla lo miró, notoriamente nerviosa.



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