Paulina forzó una sonrisa, pero sus palabras sonaban como una amenaza.
Agustín se detuvo, y sin pensarlo mucho, atrajo a la distraída Fabiola hacia él, abrazándola con soltura. Miró a Paulina desde arriba, con una expresión que dejaba claro su desdén.
—¿Te encanta el chisme, verdad?
Paulina había traído a propósito a Sebastián y Martina, solo para poner en evidencia a Fabiola.
Después de todo, Sebastián había dicho ante los medios que Fabiola era su amante mantenida, y ahora tanto la familia Barrera como la familia Lucero lo sabían.
Sobre todo el abuelo Lucero, quien no toleraba ese tipo de escándalos.
Si Sebastián aparecía esta noche, la peor parte la llevaría Fabiola.
Paulina sonrió, fingiendo inocencia.
—Agustín, ¿por qué dices eso?
—Por nada —respondió él, llevándose a Fabiola de la mano rumbo a la sala de descanso.
...
—Agustín... Si Sebastián viene, ¿puedo irme antes? —preguntó Fabiola con voz temblorosa. Sabía que el Sr. César también asistiría, y si algo salía mal...
—Tranquila, yo estoy aquí contigo —le aseguró Agustín, apretando su mano.
Sacó su celular y, recostado en el sillón, le mandó un mensaje a su asistente. Luego le dedicó a Fabiola una sonrisa cálida.
—Hoy la fiesta sí que va a estar movida, tú solo disfruta el espectáculo.
Si Paulina quería que Fabiola quedara mal, él podía lograr que la humillada fuera Paulina.
Si de verdad estallaba el escándalo, ¿quién iba a preocuparse por los rumores de Sebastián y Fabiola?
Fabiola, confundida, parpadeó varias veces. ¿Acaso habría más sorpresas esa noche?
—¡Ah, cierto! —exclamó de repente, señalando nerviosa el brazalete que llevaba en la muñeca—. ¡Esto! La señora elegante de hoy en la mañana dijo que costaba quinientos millones...
—Eso fue el precio de subasta. En realidad no vale tanto —explicó Agustín, sujetando la mano de Fabiola para evitar que se quitara la pulsera—. Te queda perfecto.
La piel clara y la muñeca delgada de Fabiola resaltaban aún más la belleza de la joya.
—Pero... es demasiado caro, me da miedo... —susurró ella—. Algo que cuesta tantos millones, ni dormir podría.
Agustín no pudo evitar reír.
—Dicen que el jade ayuda a dormir mejor, así que hasta te conviene.
—¿Por qué me la diste? ¿Y si la rompo o la pierdo? No podría pagarla ni en toda mi vida.
—Si no la usas, esas mujeres te van a molestar —reviró Agustín, resignado.
Así era la costumbre en esa familia. No era buena, pero tampoco fácil de cambiar.
Las mujeres peleaban por celos, por la atención de los hombres, y así lograban su lugar en la familia.


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