—Señor Agustín —Martina también le saludó con cortesía.
—¿Y cómo se lastimó? —preguntó alguien con curiosidad.
Martina, mostrando una sonrisa amable y educada, se dirigió a todos—. Le pegó una chica malcriada, pero no pasa nada.
Martina y Sebastián ya estaban parados frente a Agustín, pero ninguno de los dos reconoció a Fabiola.
Probablemente seguían pensando que Fabiola seguía en la comisaría.
—¿Y tu hermano qué hizo para que una chica le diera tan fuerte? —preguntó Agustín, su voz sonaba tranquila pero la intensidad de su presencia llenaba el ambiente.
No cabía duda de que sus palabras destilaban hostilidad.
Martina se quedó perpleja y volvió a mirar a Agustín.
No recordaba haber hecho nada para ganarse su antipatía.
Fabiola también se quedó en blanco, mirando a Agustín, y casi sin pensar se escondió un poco detrás de él.
Jamás se imaginó que Agustín saldría a defenderla en un lugar como ese.
—Señor Agustín... —Sebastián intentó decir algo en defensa de Martina, pero al clavar la vista en Fabiola, todas las palabras se le atoraron en la garganta.
El semblante de Sebastián se ensombreció de inmediato, pero su educación le ayudó a contener la rabia.
Esa Fabiola que tenía enfrente, no era la misma de siempre. Deslumbraba, y Sebastián nunca la había visto así.
Fabiola llevaba cuatro años siguiéndolo, desde que era una joven de diecinueve hasta ahora que tenía veintitrés. Sebastián nunca negó que Fabiola era atractiva, pero jamás la había visto esforzarse en arreglarse.
En su mente, Fabiola siempre aparecía de cara lavada, usando una camiseta blanca o un vestido sencillo, limpia y sin perfumes.
Por eso, Sebastián estaba tan a gusto teniéndola como su amante ocasional; nunca se aburrió de ella como para dejarla.
Pero ahora, esa “canaria” que él mismo había mantenido durante cuatro años, de repente había volado hacia otros brazos. Eso le encendía la sangre.
—¿Fabiola? —Martina también la reconoció, mirándola boquiabierta—. ¿No que estabas en la comisaría?
—Quien de verdad debería estar en la comisaría es tu hermano Benjamín, ¿no crees? —Agustín se puso delante de Fabiola, sin preocuparse por quedar bien con Martina.
Todos sabían que Martina venía de una buena familia y era el gran amor de Sebastián, así que los empresarios de Costa Esmeralda solían mostrarle respeto.
De nuevo, Sebastián clavó sus ojos en Fabiola—. Fabiola, ven conmigo.
Lo dijo en tono bajo, girando de inmediato en dirección al baño.
Estaba convencido de que Fabiola le obedecería.
Después de todo, durante esos cuatro años, Fabiola siempre fue dócil.
Por más exigentes o absurdas que fueran sus peticiones, Fabiola nunca le decía que no.
Pero esta vez, Fabiola no se movió.
Sebastián dio unos pasos y se detuvo, volviendo a mirarla.
Ella no tenía la menor intención de seguirlo, al contrario, se aferró al brazo de Agustín y susurró—. Señor Agustín, el señor César ya se fue... ¿me puedo ir a casa?
No se sentía bien.
Ver a Martina y Sebastián le producía náuseas.

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