Él y Agustín competían por Fabiola; no quería soltarla y también pensaba en cómo ganar, pero conociendo a Sebastián, tampoco aprovecharía este momento para patear a Agustín cuando estaba en el suelo.
Además, la situación actual de Agustín le provocaba cierta lástima a Sebastián.
Al final de cuentas, él mismo no estaba mejor...
—Agustín, te confías demasiado en tu lugar. ¿De verdad crees que solo porque eres el único heredero de la familia Lucero tienes asegurado ese puesto? ¿Piensas que tu abuelo jamás dejaría volver a Sergio? —Sebastián arremetió, dejando ver lo ingenuo que le parecía Agustín.
Desde el inicio, debió asegurarse de tener el control absoluto sobre la herencia y las acciones del Grupo Lucero.
—Fabiola, Agustín ya no es el heredero del Grupo Lucero. ¿Ya se acostumbraron a la caída desde esa cima en la que vivían? —Martina se acercó con una sonrisa sarcástica, lanzando el comentario como quien lanza una piedra al agua—. Fabiola, Agustín, apenas están asomándose al infierno. Piénsenlo bien: ¿cuánta gente lastimaron antes? ¿Cuántos están esperando verlos fracasar?
—Si los demás se ríen de nosotros o no, no tengo idea, pero tú sí que das risa. Ya nos alegraste el día —Fabiola le lanzó una mirada de fastidio a Martina; después de convivir tanto con Agustín, hasta había aprendido a contestar—. Sebastián ya ni quiere casarse contigo, hasta fingiste estar mal para dar lástima. Mi esposo, al menos, solo entregó la administración del Grupo Lucero. Pero tu familia, los Gallegos, esos sí que están a dos pasos de la bancarrota.
Y Fabiola no mentía: aunque Agustín había cedido la dirección, la familia Lucero todavía no se hundía.
En cambio, la familia de Martina ya ni tenía de dónde agarrarse, y Sebastián ni la quería a su lado.
Si lo pensaban bien, ¿quién estaba peor?
Martina apretó los puños con tanta fuerza que parecía querer tragarse viva a Fabiola.
—Fabiola, vamos a ver cuánto te dura lo presumida —soltó Martina, con una sonrisa que sólo destilaba veneno.
Todos sabían que Agustín ya no era el presidente del Grupo Lucero; en un mundo donde la gente se arrodilla ante el poder, no faltaba quien ahora buscara aplastar a los que caían.
—Fabiola, ¿tienes tiempo para platicar un día de estos? —Sebastián intentó acercarse—. Me gustaría hablar contigo.
Si Fabiola aceptaba, él estaba dispuesto a tenderle la mano a Agustín.
Incluso a protegerla.


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