Al enterarse de que Agustín había sido atropellado, Fabiola se angustió tanto que rompió en llanto.
¿Así que todo era un plan de Agustín?
Agustín respiró hondo y, en voz baja, intentó explicar.
—Amor… Los que están detrás seguro iban a hacerme daño, así que decidí adelantarme y fingir mi propio accidente. Al hacer un escándalo y atraer la atención de la policía y la prensa, los obligo a quedarse quietos por un tiempo.
Fabiola sentía un dolor en el pecho de la rabia.
Había que admitirlo, Agustín era increíblemente astuto…
Al menos, si él mismo planeaba el ataque, podía medir el daño; solo terminaría con unos cuantos golpes leves, pero lograría que todos se fijaran en el caso, que los medios y las autoridades pusieran el ojo sobre él.
Si esperaba a que los verdaderos enemigos actuaran, tal vez no viviría para contarlo.
—Señora, no se enoje. El señor lo hizo pensando en usted y el bebé. Prefirió lastimarse un poco a cambio de un tiempo de paz, así puede acompañarla y asegurarse de que ustedes estén bien —explicó el asistente, tratando de calmarla.
Agustín le echó una mirada de advertencia, como diciendo: “¿Tenías que decirlo así?”
—Solo me asusté… —susurró Fabiola, apoyando la cabeza en el hombro de Agustín.
—No importa cuándo ni dónde, siempre confía en mí. Incluso si te llegan a decir que he muerto, no lo creas, yo no tengo intenciones de irme de tu lado… —sonrió Agustín, con esa mezcla de ternura y picardía que la desarmaba.
Fabiola sintió que esas palabras eran de mala suerte, y con los ojos llenos de lágrimas le tapó la boca con la mano.
Parecía que Agustín solo quería prepararla para cualquier cosa que pudiera pasar.
...
En la casa de Gastón.
Gastón llegó pedaleando su bicicleta y entró a una pequeña casa tipo villa. Esa propiedad pertenecía a la familia Lucero; César mismo le había permitido vivir ahí.
Ahora, sin embargo, legalmente la casa ya era parte de la herencia de Agustín.
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