Apenas habían pasado diez minutos cuando el rugido de un motor rompió la monotonía de la lluvia. Dos potentes luces redondas cortaron la oscuridad, acercándose a gran velocidad. Un todoterreno negro, un modelo modificado que parecía más un vehículo de asalto que un coche civil, se detuvo a su lado. La puerta del copiloto se abrió desde dentro.
—Señorita —dijo una voz tranquila y profesional.-
Ximena no mostró sorpresa. Subió al vehículo sin dudarlo. El interior era un mundo aparte. El cuero olía a nuevo, y el único sonido era el suave zumbido de la tecnología de punta que recubría el tablero. El calor de la calefacción fue un alivio instantáneo. Al volante estaba Leo, un hombre de unos treinta años, con el pelo rapado y una cicatriz delgada que le cruzaba una ceja. Vestía un traje impecable y su rostro no expresaba ninguna emoción, pero en sus ojos había una lealtad inquebrantable. Era su operativo, su mano derecha, el ejecutor de su voluntad.
—¿Todo según lo previsto, Leo? —preguntó Ximena mientras se quitaba la chaqueta empapada.
—Sin contratiempos, señorita. El paquete fue entregado. El nido está listo —respondió él, poniendo el vehículo en marcha y alejándose de las tierras de los de la Mora con una suavidad impresionante para el terreno.
Ximena asintió. En el asiento trasero, junto a su maleta de lona, había un maletín de titanio. Lo abrió. Dentro no había ropa, sino una laptop ultradelgada y una tablet. Encendió la tablet y sus dedos volaron sobre la pantalla. Primero, accedió a sus finanzas. Una serie de cuentas en paraísos fiscales, protegidas por capas de encriptación, mostraron un saldo que haría palidecer a muchos millonarios. Eran los frutos de sus inversiones, de sus consultorías anónimas en biotecnología y de la venta de patentes que nadie podía rastrear hasta ella. Era un capital semilla que había cultivado en secreto, lejos de los ojos de la familia que creía controlarla.
Luego, abrió otro archivo. Era un dossier exhaustivo, el trabajo de años de investigación discreta. El título era simple: "Villarreal". Dentro había árboles genealógicos, perfiles psicológicos, informes financieros, propiedades, vulnerabilidades. Todo sobre la enigmática y ultra-poderosa dinastía de Monterrey, los titanes de la tecnología y las finanzas. Sus verdaderos padres, Fernando y Sofía Villarreal, la habían perdido en un supuesto incendio en la clínica donde nació. La habían dado por muerta. En la pantalla aparecieron sus rostros, capturados por un teleobjetivo en una gala reciente. Parecían distantes, inalcanzables. Y junto a ellos, una foto de Ariadna Villarreal, su hija adoptiva, la princesa de la alta sociedad que ocupaba el lugar que por derecho de sangre le correspondía a Ximena.
Ximena estudió los rostros, sus ojos fríos y analíticos. No sentía anhelo ni nostalgia. Solo veía piezas en un tablero de ajedrez. Los de la Mora eran el pasado, un peón que debía ser sacrificado para iniciar el juego. Los Villarreal eran el futuro, la partida principal. Pero no volvería a ellos como una hija perdida pidiendo limosna. Volvería como una igual, o como una conquistadora. Cerró el dossier. El coche ya estaba en la carretera principal, devorando kilómetros hacia la Ciudad de México. La lluvia golpeaba el parabrisas, pero dentro de la cabina, el silencio era absoluto, el silencio de una estrategia en pleno desarrollo.
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