El laboratorio dentro de "El Nido del Fénix" era una obra de arte de la eficiencia y la tecnología. Cromatógrafos de gases, espectrómetros de masas y sintetizadores moleculares de última generación estaban dispuestos en un espacio impecable de acero inoxidable y cristal. Era el verdadero santuario de Ximena, un lugar donde la sabiduría ancestral de las plantas que le enseñó su abuela se encontraba con la precisión de la ciencia moderna. Se puso una bata blanca sobre su ropa y comenzó a trabajar. Sus movimientos eran un ballet de eficiencia y concentración. No necesitaba consultar libros de referencia; toda la información estaba en su cabeza. La toxina, Dendrophylax lindenii, era un alcaloide neurotóxico increíblemente potente. Una dosis mínima, administrada durante un período de tiempo, podía imitar los síntomas de una enfermedad degenerativa rara, confundiendo a los mejores médicos. Pero para Ximena, cuya abuela le había enseñado a identificar venenos y antídotos en la selva oaxaqueña, el patrón era inconfundible.
El antídoto no era complejo de sintetizar si se conocía la estructura molecular exacta. En menos de tres horas, tenía varias dosis de un líquido claro y estable, contenidas en viales estériles. Lo llamó "Aliento de Orquídea". Mientras el purificador finalizaba el proceso, Ximena se quitó la bata y volvió a la sala de control, donde Leo la esperaba con un informe.
—La familia del niño es Acosta —dijo Leo, mostrando el perfil del magnate en la pantalla principal—. Específicamente, el tío que está a cargo es Damián Acosta, el heredero del Grupo Acosta.
El nombre resonó en la habitación. El Grupo Acosta era un conglomerado titánico con intereses en toda Latinoamérica, desde la construcción hasta las telecomunicaciones. Eran más que ricos; eran una dinastía, una de las pocas familias que podían mirar a los Villarreal a los ojos. Damián Acosta era conocido en el mundo de los negocios como "El Tiburón de Hielo", un estratega brillante y despiadado que había duplicado la fortuna familiar desde que tomó las riendas.
—Mejor aún —dijo Ximena con una calma gélida—. Un hombre como Damián Acosta no cree en milagros. Cree en el poder y en las transacciones. Entenderá nuestro lenguaje.
Le dio a Leo instrucciones precisas. —Usarás un comunicador encriptado de un solo uso. Te presentarás como un intermediario. El precio es de veinte millones de dólares. No negociables. La entrega se hará en efectivo, en billetes no marcados. Diles que es el precio por la vida del heredero. Si dudan, si intentan rastrearte o involucrar a la policía, desaparecemos y el niño muere. Dales una hora para decidir.
Leo asintió, sin cuestionar la cifra exorbitante ni la dureza de las condiciones. Conocía a Ximena. No era crueldad, era estrategia. No solo estaba vendiendo un antídoto; estaba estableciendo una leyenda. La leyenda de una figura misteriosa con conocimientos imposibles, que operaba fuera de las reglas y cuyo poder era tan real como la muerte. Era una jugada audaz, diseñada para generar capital, sí, pero sobre todo, para sembrar una semilla de intriga en la mente de uno de los hombres más poderosos del país. Un hombre que, inevitablemente, se cruzaría en su camino hacia la cima. La curandera anónima estaba a punto de hacer su debut, y su primer cliente sería la personificación del poder mismo.
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