Damián Acosta estaba de pie frente al ventanal de la suite del hospital, observando la inmensidad de la Ciudad de México sin verla realmente. Su rostro, de ángulos afilados y una mandíbula tensa, era una máscara de control. Llevaba dos días sin dormir, alimentándose de café negro y de la furia que sentía por su propia impotencia. Su sobrino, Mateo, el único hijo de su difunta hermana, se apagaba en la cama detrás de él, conectado a un laberinto de máquinas que pitaban con una monotonía desesperante. Los mejores especialistas del continente habían desfilado por esa habitación, encogiéndose de hombros y ofreciendo condolencias vacías. Entonces, había llegado el mensaje. Un texto anónimo en un teléfono desechable, con una propuesta tan arrogante como increíble: una cura garantizada a cambio de veinte millones de dólares.
Su primer instinto fue descartarlo como una estafa cruel. El segundo fue ordenar a su equipo de seguridad que rastreara el origen. Pero el mensaje era claro: cualquier intento de investigación y la oferta se desvanecería. Miró a Mateo, cuya respiración era apenas un susurro. La desesperación era un ácido que corroía su habitual lógica de acero. No tenía nada que perder.
—Preparen el dinero —ordenó a su jefe de seguridad a través del intercomunicador, su voz era un gruñido bajo—. Y preparen un equipo de vigilancia. Quiero ojos en cada rincón de ese estacionamiento. No quiero que ni una rata pueda moverse sin que yo lo sepa. Pero que nadie intervenga.
El intercambio se programó para la medianoche en el nivel más bajo del estacionamiento del hospital, un lugar lúgubre y desierto a esas horas. Damián supervisó todo desde una camioneta blindada con los cristales tintados, observando las múltiples pantallas que mostraban las imágenes de las cámaras ocultas. Vio a su hombre, un exmilitar de su entera confianza, de pie junto a dos maletines de lona. La tensión era palpable. Exactamente a las 12:00, una motocicleta de reparto, común y corriente, entró en el estacionamiento. El conductor llevaba un casco que ocultaba su rostro y una mochila térmica de una popular aplicación de comida. Se detuvo a unos metros del hombre de Damián.
No hubo palabras. El repartidor bajó de la moto, dejó un pequeño paquete en el suelo, y señaló los maletines. El hombre de Damián abrió uno, mostrando los fajos de billetes. El repartidor asintió. Recogió los maletines, los aseguró en la parte trasera de la moto y, sin ninguna prisa, salió del estacionamiento y se perdió en el tráfico de la noche. Todo duró menos de un minuto. El hombre de Damián recogió el paquete. Dentro había una caja refrigerada con un solo vial y una nota impresa: "Administrar 10cc por vía intravenosa. Dosis única".
—Síganlo —ordenó Damián en voz baja, aunque sabía que era inútil. El repartidor era solo un peón.
Mientras su equipo de seguridad se movilizaba, él ya estaba subiendo a la suite con el antídoto en la mano. Lo miró con profunda desconfianza. Podía ser veneno. Podía ser agua. O podía ser un milagro. Entregó el vial a la enfermera de turno con una orden tajante. La incertidumbre era una sensación que Damián Acosta despreciaba por encima de todo. Y esa noche, estaba sumergido en ella, cortesía de una sombra sin nombre que le había costado veinte millones de dólares.
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