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Mi Marido Prestado romance Capítulo 48

—Ajá.

Fabián dudó un momento antes de responder.

—Mañana en la tarde tengo una junta. Puede que termine algo tarde.

El corazón de Eleonor se fue hundiendo poco a poco.

—Ya entendí...

—¿Entendiste qué? Déjame terminar.

La voz del hombre sonó suave pero firme.

—Solo que no alcanzo a pasar por ti, pero nos vemos directo en la casa vieja de los Rodríguez, ¿te parece?

El cuerpo tenso de Eleonor se relajó al instante y una sonrisa se asomó en sus labios sin que pudiera evitarlo.

—Claro, está bien.

Con eso le bastaba. Lo importante era no volver sola.

—¿Ya vas a llegar?

Bajó la mirada al suelo.

—Falta poco.

La voz de Fabián la envolvió, cálida.

—Te compré pastelitos, están en el refri. Acuérdate de comerlos.

Eleonor se quedó pasmada. No le sorprendía que Fabián le regalara cosas caras, pero que se tomara la molestia de llevarle un pastelito a casa sí era nuevo.

—Gracias, Fabi.

Pero el asombro se le fue tan rápido como llegó.

Abrió el celular y se topó con una publicación de Virginia.

[Le dije en la mañana que quería pastelitos y en la noche ya me los trajo, jaja]

El pastelito que le trajo Fabián seguramente era para Virginia, solo que le sobró y lo llevó a casa.

Suspiró, soltó el teléfono en la cama y se dejó caer de espaldas, como si el peso del día la aplastara.

Pensó en la reunión familiar de los Rodríguez al día siguiente y su mente se llenó de pensamientos desordenados.

Si tenía que decir la verdad, sentía que le debía mucho a Susana. Cuando sus padres murieron, los dos meses que pasó en el orfanato fueron una pesadilla. Apenas tenía cinco años y todo era oscuro y triste.

Había una niña, solo un año mayor, que era la líder de los niños ahí. Desde que Eleonor llegó, esa niña la tomó entre ceja y ceja: no dejaba que nadie jugara con ella, le cortó los vestidos que su mamá le había dejado, puso tachuelas en sus zapatos de princesa, le dibujó tortugas en la cara con plumones y hasta le robó el colgante de la paz que llevaba desde bebé.

Susana Rodríguez, casi de ochenta años, lo miró por encima del hombro para asegurarse de que, como siempre, venía solo. Al confirmar su sospecha, frunció el ceño.

—¿Otra vez vienes solo? Ya te dije que si no traes a la nuera, ni te molestes en regresar.

Iker se encogió de hombros y fue a sentarse junto a ella.

—Abuela, si usted quiere, le traigo una diferente cada día.

—A ver, inténtalo —le soltó Susana, y de inmediato agarró su bastón y le soltó un par de golpes. Su cara arrugada estaba llena de seriedad.

—Uno debe ser firme con los sentimientos. Si te atreves a jugar con alguna muchacha, para mí dejas de ser mi nieto.

—Está bien, lo que usted diga.

Iker aguantó la regañada de buena gana y, cuando la abuela se cansó, le quitó el bastón.

Si alguien de afuera los viera, no lo creería: el temido Iker, aguantando los regaños de la viejita como un niño.

Frunció el ceño al ver una taza con líquido negro en la mesa.

—¿Qué es eso?

—Medicina —dijo Susana, agarrando la taza y poniendo cara de víctima—. Ya no duermo nada, así que fui a ver a una doctora tradicional. Me dijo que si seguía así, me iba a morir pronto, y me recetó varias hierbas.

—¿Dónde encontró a esa charlatana?

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