—No pasa nada.
A través del retrovisor, Eleonor observaba de reojo el semblante apagado del conductor.
—De vez en cuando aguantar el frío no me molesta, pero tú... tu corazón no debe estar bien, ¿verdad? Mejor cuídate y evita forzarte así.
El hombre soltó una carcajada sorprendida.
—¿Eh? ¿Cómo te diste cuenta?
Antes de que ella pudiera contestar, él suspiró con una media sonrisa, como si el peso del mundo le aplastara los hombros.
—Es que, la verdad, este problema se lo heredé a mi hija. Ahora mi mayor preocupación es juntar el dinero suficiente para su operación.
Eleonor acababa de ver la imagen de su hija en el protector de pantalla del celular del conductor. Era una niña de ojos enormes; su fragilidad se notaba a leguas, como una flor a punto de quebrarse bajo el viento. Parecía tener poco más de seis años.
Movida por un impulso, Eleonor preguntó:
—¿Cuánto te falta para juntar todo?
El hombre sonrió con resignación.
—Ya casi llego. Si logro reunir otros tres o cuatro mil pesos, el doctor podrá apartar la fecha.
Tres o cuatro mil.
Para cuando lograra ahorrar esa cantidad, con la enfermedad de su hija, tal vez ya sería demasiado tarde.
Eleonor bajó la mirada y no insistió.
Quería esperar a Fabián para volver juntos. Cuando estuvieron a unos cientos de metros de la casa de los Rodríguez, pagó el viaje con su celular y se bajó.
La nevada se había intensificado. Los copos caían como plumas, cubriendo todo con una manta blanca.
Calculando la hora, sacó su celular y llamó a Fabián.
—Fabi, ¿cuánto te falta para llegar? Estoy esperándote en un kiosco cerca de la casa.
—Ellie...
Fabián dudó un momento antes de responder.
—En la oficina salió un asunto urgente. Mejor vete tú primero. En cuanto termine aquí, voy para allá, ¿sí?
Ella no podía decirle que no, aunque quisiera.
Después de tanto tiempo en el frío, su voz salió pastosa, con la nariz entumecida.
—Está bien, ¿más o menos a qué hora crees que llegues?
—Antes de las siete y media, seguro.
—Bueno, entonces te espero.
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