La oficina privada de Lorenzo Vega era un santuario de poder y riqueza suspendido sobre el mar Caribe.
Paredes revestidas de maderas oscuras y exóticas, un escritorio de caoba maciza tan grande como una cama, y un ventanal que se extendía del suelo al techo, ofreciendo una vista panorámica del agua turquesa que se fundía con el cielo.
El aire olía a cuero, a sal marina y al whisky de dieciocho años que Lorenzo se estaba sirviendo de una licorera de cristal tallado.
Natalia cerró la puerta a su espalda. El sonido del clic fue absorbido por la gruesa alfombra persa. Se sentía fuera de lugar con su filipina de chef y sus zapatos antideslizantes en aquel templo del lujo.
Lorenzo no se giró para mirarla. Se quedó de espaldas, observando el horizonte como si fuera de su propiedad.
—He tomado una decisión —dijo, su voz tranquila, casi casual. El tintineo del hielo contra el vaso fue el único otro sonido.
Natalia esperó en silencio. Su corazón latía con un ritmo sordo y pesado.
Él tomó un sorbo de su bebida antes de continuar.
—Voy a formalizar mi relación con Valeria Moreno.
Las palabras flotaron en el aire, frías y afiladas. Natalia sintió como si el suelo se abriera bajo sus pies. El murmullo del aire acondicionado de repente sonaba como un rugido en sus oídos.
—¿Qué… qué significa eso? —logró preguntar. Su voz fue apenas un susurro.
—¿Para nosotros? —Lorenzo finalmente se giró. En su rostro no había ni rastro de culpa, ni de tristeza. Solo una impaciencia condescendiente—. Significa que seremos más discretos, Nati. Es lo mejor para el negocio, para la familia.
Se acercó al escritorio, dejando su vaso sobre la superficie pulida. La lógica de su declaración era tan fría, tan calculadora, que a Natalia se le heló la sangre.
"El negocio". "La familia". Ella no encajaba en ninguna de esas categorías. Era algo aparte. Algo que se usaba y se guardaba en la oscuridad.
Abrió un cajón del escritorio, un movimiento liso y ensayado. Sacó una chequera de cuero con el logo del Grupo Vega grabado en oro.

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