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Siete Años para Olvidar romance Capítulo 79

La ropa empapada de Daisy se pegaba a su piel como si la envolviera una capa de hielo. Sentía el cuerpo rígido y la mente aturdida.

El presidente Domínguez todavía seguía diciendo algo, pero sus palabras apenas le llegaban, como si todo a su alrededor se hubiera sumido en una niebla espesa. El bullicio del salón, las voces mezcladas, y la figura de Oliver alejándose... Todo se desdibujó hasta volverse un manchón gris.

Todo lo que debía proteger, todo por lo que había luchado esa noche, flotaba en su cabeza: cuidar la imagen de Vanesa, no perjudicar la alianza entre Grupo Prestige e Inversiones Solaria, mantener las apariencias de todos, incluso la del presidente Domínguez...

Pero en ningún momento pensó en sí misma.

Ni un segundo se detuvo a considerar cómo iba a enfrentar ahora su propia vergüenza, ni cómo esconder la humillación reflejada en su ropa mojada. Había pensado en todos, menos en ella.

El presidente Domínguez, que hacía un momento apenas podía contener la rabia, ahora la miraba con una mezcla incómoda de lástima y compasión. Se acercó, forzando una sonrisa amable.

—Ayala, ¿de verdad piensas renunciar? —preguntó, fingiendo interés.

Daisy no respondió. Solo tomó una servilleta y empezó a secarse el rostro, sin levantar la mirada.

—Si te vas, podrías venirte a Inversiones Solaria. Yo te daría trabajo —añadió el presidente, como si le estuviera haciendo un favor.

Daisy, seria, contestó sin titubear:

—Si acepto, probablemente perdería su oportunidad de seguir haciendo negocios con Grupo Prestige.

El presidente Domínguez se quedó callado. La verdad era esa: ningún empresario iba a poner sentimientos por encima del dinero. Ni él, ni Oliver.

Tal vez porque le dio lástima, antes de irse el presidente le lanzó una advertencia con doble filo:

—Tu directora Espinosa... no es como parece.

No dio más detalles, pero Daisy entendió la indirecta al instante. Era lista, y sabía leer entre líneas. Lo entendería tarde o temprano.

En ese momento, Miguel llegó apresurado. Al verla, no pudo ocultar el nudo que le apretó la garganta. Antes de que pudiera preguntar nada, Daisy se adelantó:

—Estoy bien.

Miguel, aun así, insistió:

Sonrió sola, sin saber por qué. Una mueca triste, casi invisible.

Yeray apareció junto a ella sin que se diera cuenta. Al verla abrazada a sí misma, se quitó el saco y se lo puso por encima de los hombros. Todavía guardaba el calor de su cuerpo.

Daisy suspiró y le dio las gracias en voz baja.

Yeray apartó la vista del escenario y le habló con suavidad:

—No te hagas daño mirando.

Daisy asintió.

—Sí.

...

Cuando terminó la fiesta, ya eran las diez de la noche.

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