Capítulo cincuenta y cuatro: Dos extraños viviendo en una misma casa.
“Narra Sofia Galanis”
Volví a la cama y me quedé tumbada con los ojos abiertos, mirando en la oscuridad. Jamás me había sentido tan sola, jamás me había sentido tan asustada y jamás lo había necesitado tanto.
Llevé una mano a través de la almohada para encontrar las mejillas de Apolo y hacer que me mirara.
—Siento lo de antes, Apolo. Claro que te deseo, siempre lo he hecho.
AúnÉl todavía no me miraba, sino que tenía la cara rígida, mirando al techo, así que yo hice lo único que podía hacer, mostrarle lo mucho que lo deseaba.
Me acerqué a él y lo besé, deseando que su boca respondiera, pero no lo hizo. Apolo seguía rígido bajo mi cuerpo. Yo intuía que tal vez le había hecho daño, que lo había rechazado, y de pronto parecía que tenía que poner todo en orden, restituir la cercanía con el único lenguaje con el que Apolo quería hablar. Sí, era mi marido. Sí, habíamos hecho el amor una y otra vez, pero nunca había sido yo la que lo instigara. Nunca había sido yo la que pidiera guerra.
Palpé con los dedos y noté la suavidad de su pecho, noté la deliciosa línea de pelo que recorría su abdomen y la seguí con los dedos. Luego fui bajando la cabeza recorriendo su estómago con la lengua. Podía sentir su erección contra mi piel y, cuando me disponía a tomarlo, él llevó las manos a mis hombros y me apartó de golpe.
—¿Estás preocupada de que cuando llegue el día de terminar la pantomima de matrimonio no obtengas tu recompensa? —preguntó él con desafío—. ¿Preocupada de que si no te acuestas con el jefe no te renovará el contrato? Pues deja que te diga una cosa, Sofia. Nunca he tenido que rogar para conseguir sexo y no pienso empezar ahora. Te sugiero que hagas lo mismo.
Colmada por la humillación y asombrada por el veneno de sus palabras,me quedé mirando a la oscuridad, parpadeando para que desaparecieran las incipientes lágrimas mientras escuchaba la respiración de Apolo. Tratando de averiguar qué había hecho mal y, mucho peor, lo que iba a decir Apolo cuando lo averiguara.
De algún modo seguimos adelante, con la interminable multitud de personal de la casa y mi suegra que parecía no querer irse de Londres en un futuro cercano, que aseguraba que nuestras peleas sólo tuvieran lugar dentro del dormitorio. Fuera de él nos comportábamos como dos extraños viviendo en una misma casa.
A Apolo, acostumbrado a la multitud de gente revoloteando alrededor y atendiendo a cada deseo, aún le molestaba cada vez que yo me callaba o bajaba la voz cuando alguien más aparecía en escena.
—El personal lo sabe todo, incluso mi madre —dijo Apolo una mañana mientras tomábamos el café—. Y sin embargo tú sigues hablando como si estuvieras en un funeral.
—Me siento como en un funeral —respondí con honestidad—. ¿Tienes idea de lo aburrido que es esto? Para ti es muy fácil porque te vas a trabajar cada día.
—Creí que estabas muy ocupada con tus preciados estudios y tus dibujos.
—Mis estudios son importantes —aseguré, pero Apolo tomó el periódico y siguió leyendo—. Sólo porque pienses que las mujeres tienen que estar embarazadas todo el día en la cocina...
—Por el amor de Dios —dijo Apolo visiblemente sorprendido mirando por encima del periódico—. ¿Puedes imaginarte el infierno que sería esta supuesta felicidad doméstica con un bebé merodeando? No puedes ser ama de casa cuando tienes personas que lo hagan todo por ti. Ni siquiera entras a la cocina, Sofia.
No era un tema que a mí me apeteciese discutir, pero me salvé de contestar cuando apareció la muchacha del servicio con la inevitable cafetera para rellenar la taza de Apolo sin esperar a que se lo pidiera. Sentí que ya había tenido bastante. Si Apolo quería que siguiese con mi vida normal cuando estuviese cerca el personal, entonces lo haría.
—¿Te das cuenta de que no sé cuántos terrones de azúcar te echas en el café?
—Te llamaré cuando llegue. Ya sabré más cosas entonces.
—Apolo —lo llamé cuando él ya estaba en la puerta, magnífico con su traje oscuro, su camisa blanca, su cara recién afeitada y su maletín negro. Parecía furioso, cansado y confuso, pero sobre todo hermoso—. Que tengas un buen vuelo.
Mis palabras sonaron miserables, vacías, sin sentido, cuando el hecho era que quería decirle que lo amaba, que nunca había estado tan confundida y tan aterrada de que al final no consiguiera que él me amara.
Mi marido asintió ligeramente con la cabeza y sonrió, pero no dijo nada, así que lo único que yo pude hacer fue quedarme sentada y beber de mi té mientras escuchaba al auto alejarse en la distancia.
La sensación de la nieve bajo sus botas nuevas era tan desconocida como todo lo demás, pero a mí me gustaba. Me gustaba la sensación de hundirme mientras caminaba, con la cara tapada y un abrigo color pastel que me había comprado.
Me habían ofrecido un chofer, incluso un coche, pero, para sorpresa del personal, lo había rechazado. Quería tener tiempo para mí misma y decidí irme a dar una vuelta por la ciudad y regresar cuando estuviese despejada.
Pasó por un pequeño puesto de diarios que había cerca de la casa y, guiada por el impulso, decidí acercarme y comprar unos cuantos junto con revistas. Lo apellidos Galanis, Rubius y Paladios aparecían con alarmante regularidad.
Los apellidos de mi marido, su madre y su ex amante.
Cada palabra confirmaba la futilidad de la cruzada en la que me encontraba atascada. Cada palabra me alienaba un poco más, comprobando las líneas incestuosas que había alrededor del mundo de mi marido. Un mundo al que evidentemente yo no pertenecía, porque ni siquiera la prensa —ajena a las condiciones de mi matrimonio— me aceptaba en él.

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