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¡CÁSATE CONMIGO! Tendrás a mi bebé. romance Capítulo 61

Capítulo sesenta y uno: Te quería

“Narra Sofia Galanis”

No podía ni mirarlo, no podía mirar al hombre que acababa de romperme el corazón. En vez de eso examiné la habitación, viendo los ramos de flores, el champán enfriándose en la cubitera, las velas encendidas y La Bohéme sonando por toda la sala, y finalmente miré donde estaba Apolo, con Creta a poca distancia, pues Apolo la había apartado de él rápidamente cuando yo había entrado en la habitación, pero no lo suficiente.

La imagen de Creta en sus brazos, con la cabeza sobre su pecho, en el ambiente más hermoso de todos, se quedó en mi cabeza para siempre.

—He tratado de avisarle por el teléfono, señor.

Dorian se disculpó a mis espaldas, mientras que yo me quedé mirando sus caras de sorpresa y luego hablé.

—Lo cual habría ayudado bastante —dije mientras cruzaba la habitación hacia la mesilla de noche—. Si el teléfono no hubiese estado descolgado. Tenía usted razón, Dorian. El señor Galanis no quería ser molestado en absoluto.

—Sofia, por favor —dijo Apolo apartando a Creta a un lado y colocándose junto a mí para agarrarme del brazo—. Esto no es lo que parece. Díselo, Creta. Dile cómo lo planeaste todo. Dile que yo no sabía nada de esto.

—Vamos, Apolo —dijo Creta con malicia mientras atravesaba la sala sin ningún tipo de preocupación y mirándome fijamente. Sin embargo, por un momento, me sentí que podía ver la pena en sus ojos—. Sofia tenía que enterarse de lo nuestro tarde o temprano. Con el tiempo lo comprenderá.

—¿Comprender esto? —exclamé aguantando las contracciones que me azotaban el abdomen—. Puedes quedártelo, Creta, todo para ti. Y no me acabo de enterar. Lo sabía desde hacía tiempo. El único error que cometí fue creer a Apolo cuando me dijo que creía que tú habías cambiado, pero creo que su primera descripción de ti fue más acertada.

—¿Y cuál era? —preguntó Creta y se giró hacia Apolo, pero fue Sofia la que contestó.

—Bueno, tendrás que perdonar mi pobre lenguaje vulgar de barrio bajo, pero seguro que lo comprenderás, pues la palabra <> es la primera que se me viene a la cabeza —concluí, me di la vuelta y salí de la habitación ignorando las llamadas de Apolo, e incluso soltando una carcajada ante la repentina histeria de Creta

Apolo me alcanzó en el ascensor.

—Sofía, lo has malinterpretado.

—No, no lo he hecho —grité entre dientes—. Me dijiste que había cambiado, que sólo la llevabas al hospital cada mañana, que se quedaba sentada junto a la cama de su padre, y mira lo que ocurría en realidad. Dios, incluso insistí en que la llevaras a casa la otra noche. Seguro que se estuvieron riendo de mí todo el camino. Pobre Sofia. Pobre crédula. Confiaba en ti, Apolo. Confiaba en ti y mira dónde he llegado.

—¡Nunca has confiado en mí! —dijo él asustándome.

Yo, nerviosa, traté de cerrar las puertas del ascensor y dejarlo fuera, como intentando defenderme de un animal salvaje. Sólo cuando la puerta estuvo cerrada lo miré de nuevo, pero ya tenía puesto el dedo sobre el botón de la planta baja.

No obstante, cuando me giré, y me vi en el reflejo de las baldosa de la pared vi el dolor en mi cara…

—Θα είναι καλύτερα χωρίς εσένα, Απόλλωνα. <> —añadió en griego.

Sentí por primera vez en mi vida algo de culpabilidad, y vergüenza, y vi al hombre frío y cruel que siempre había sido desaparecer ante mis propios ojos.

—Probablemente —murmuré, hablando en inglés, una de las pocas cosas que me quedaban y que me unían a Sofía—, pero ¿y yo?

Sentí que me daba un ataque al corazón peor que el que había sufrido Ciro. Me volví loco, la vista pareció iluminárseme y vi todo borroso, como cuando el sol me te daba directamente en la cara. Pulsé el ascensor, estar dentro del mismo se me hizo eterno y cuando las puertas se abrieron en la recepción del edificio, me mandé a correr hacia la salida.

—¡Sofia! —grité—. ¡Sofia! —me desgarré la garganta pronunciando su nombre mientras recorría las calles alrededor del edificio, buscándola desesperado. No sabía qué decirle, no podía pensar, lo único que sabía era que tenía que encontrarla.

Me detuve en la plaza que quedaba al cruzar la calle, en donde había un grupo de gente amontonada con cara de horror.

Pasé entre ellos, a algunos incluso hasta los empujé, tenía un mal presentimiento. Y entonces... pude ver la escena que tenía horrorizado a todo el mundo: mi esposa estaba tirada en el suelo, con las manos sobre su vientre y agonizando de dolor.

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