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¡CÁSATE CONMIGO! Tendrás a mi bebé. romance Capítulo 70

Capítulo setenta: ¿Dónde está mi marido?

“Narra Sofia Galanis”

Después de dar vueltas y vueltas en la cama, soñando que hacía el amor con Apolo en la playa, desperté cansada y furiosa. Y tarde para ir a ver al señor Haynes.

Finalmente había aceptado la propuesta del profesor y ya recuperada de la operación comencé a trabajar en la Galería Internacional de Brenton Haynes. Lo había pensado bien y la idea de ocupar mi mente con trabajo resultaba más atractiva que someterme a la tortura de pensar en mi marido una y otra vez. Él había respetado mi decisión y accedido a darme el espacio que necesitaba.

Aunque las náuseas matinales que no desaparecían no me habían ayudado nada, esperaba poder comer algo cuando llegase a la oficina. Sí, tenía mi propia oficina, en donde podía restaurar viejos cuadros de pintura tranquila y encerrada en mi propio mundo. Sin embargo, cuando abrí la puerta de mi despacho me encontré a Apolo tumbado en el sofá, dormido.

Suspirando, me acerqué a él dispuesta a echarlo de allí. ¿Y si entraba mi jefe? ¿Y si se enteraba la recepcionista? Yo apenas había empezado a trabar allí hacía unos días.

¿Qué demonios hacía allí? No tenía derecho a entrar y salir de mi vida como quisiera. Debía llamar antes, pedir una cita.

Dejando el maletín sobre la mesa, me detuve a unos centímetros de él. ¿De verdad teníamos que pedir cita para hablar el uno con el otro? Qué triste.

Sin pensar, saqué un pañuelo de papel del contenedor dorado que había sobre el escritorio y limpié una manchita en sus mocasines. Pero, mientras lo hacía, no pude evitar admirar esas piernas tan largas, tan masculinas. No era justo que mi cuerpo estuviera volviéndose loco por las hormonas cuando Apolo era oficialmente territorio prohibido.

Pero parecía tan cansado... ¿Demasiado trabajo?, me pregunté. ¿Seguiría a ese ritmo cuando naciera el niño?

Trataba de convencerme de que aquella distancia era lo mejor para nosotros, pero no podía ignorar el pellizco que sentía en el corazón. No era fácil olvidar cuánto lo amaba.

Debería despertarlo, pero no lo hice. Lo dejaría dormir un rato más, pensé. Tenía mucho trabajo en la oficina, de modo que estaría ocupada. Y sí, tal vez estaba intentando demostrarme algo al quedarme allí, conteniendo el deseo de acariciar su frente.

Me dejé caer sobre un sillón, con los pies sobre una otomana, mientras abría el catálogo de una subasta de antigüedades con una mano y quitaba la tapa de un yogur con la otra.

Quince minutos después, el reloj de la pared daba las once. Apolo despertó, desorientado, agarrándose al borde del sofá para no caer al suelo.

—Hola, querida esposa —murmuró, pasándose una mano por la cara—. ¿Cómo estás?

—Estamos bien —sonreí dejando el catálogo en el suelo—. Sólo quería levantar las piernas un rato.

Apolo se apoyó en el respaldo del sofá y tomó mis pies para colocarlos sobre sus rodillas.

—¿Qué haces?

—He leído un libro sobre el embarazo y dice que debes descansar mucho.

Estuve a punto de recordarle que no era una niña, pero no lo hice.

—No creo que se me pueda olvidar, ya que tú me lo recuerdas cada media hora.

Apolo se inclinó hacia adelante para poner una mano sobre mi abdomen.

—Tu mamá se está poniendo peleona, así que debe de encontrarse bien.

¡Oh, Dios mío! Apolo le estaba hablando al bebé… por primera vez.

—En realidad, tengo hambre —carraspeé un poco abrumada—. ¿Tú puedes entender lo que es un ataque de hambre inducido por estrógenos?

—¿En serio?

Me relamía los labios sólo con mirar el tarro, aunque mi corazón había empezado a palpitar por el romántico detalle.

Apolo sacó otro recipiente de la bolsa.

—Y pastelitos, de la cafetería de Oxford por supuetso. Ah, y el último: chocolate con fresas. Sé amable conmigo y te llevaré al supermercado donde encontré todo esto.

Tuve que sonreír y contenerme de no atragantarme con mi propia saliva. ¿Apolo comprando en un supermercado? Era una imagen que no conseguía formar en mi cabeza.

¿Quién era este hombre y que había hecho con mi marido?

—Dame el chocolate blanco, anda —fue todo cuanto pude decir.

Apolo abrió el tarro con uno de esos gestos tan simples, tan masculinos. Una cosa tan doméstica: «¿Puedes abrir este tarro?».

Pero el gesto hizo que se encogiera mi vulnerable corazón.

Cuando sacó un cuchillo de plástico para extender chocolate blanco sobre una fresa, pensé que trataría de ponerla en mi boca y yo tendría que apartarme cuando lo que me gustaría de verdad sería disfrutar el momento. Pero Apolo pinchó la fresa con un palillo y me la dio sin decir nada.

Mordí la fresa, el sabor del chocolate blanco y la fruta deshaciéndose en mi boca me derretía. Pero cuando traté de comer el resto, el palillo lo impidió y Apolo intentó ayudarme...

Los ojos espectaculares de mi marido se encontraron con los míos. Y, de repente, mi dedo se movió, como por voluntad propia, para rozar su mano masculina y dejé de masticar a medida que la boca de Apolo se acercaba a la mía… y entonces me besó. Me besó y yo se lo permití.

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