Capítulo ochenta y cuatro: Una renuncia y un te quiero
“Narra Sofia Galanis”
El portazo me reverberó en el corazón. Incluso en el silencio de la oficina, sólo con el tic tac del reloj de la pared haciéndome compañía, el ruido de la pelea de Apolo con mi jefe, de nuestra propia pelea después, parecía haber quedado en el aire.
¿Cómo podía haber salido todo tan mal? Había sido una noche maravillosa y un amanecer mucho peor…
Se me encogió el corazón al pensar en la esperanza que había tenido hasta unos minutos antes. Había creído que porque Apolo reafirmara su amor por mí todo lo demás se colocaría mágicamente en su sitio.
Qué ingenua de mí.
Sin embargo, habíamos tardado mucho tiempo en llegar a ese momento triste y confuso en nuestra relación. Y yo era tonta por pensar que tantos meses de problemas y desacuerdos podrían ser resueltos en unos días.
¡Dios mío! Pero cómo dolía amar a un hombre tan inmutable como Apolo Galanis.
De un tirón me dejé caer en el sofá, exhausta a más no poder. Estuve a punto de salir corriendo tras él... pero sólo durante un segundo. No sabía por dónde empezar a arreglar aquello.
Lo único que sabía seguro era que tenía que dejar de trabajar en la galería. Lo que Apolo había querido desde el principio.
¿Habría esperado él que eso pasara y por eso se había peleado con el señor Haynes? ¿Lo habría provocado?, me pregunté.
¿Podría ser tan manipulador?
No lo sabía. Simplemente no quería pensar en ello.
Alcé la vista y miré en derredor y me despedí mentalmente de esa parte de mi vida que, de repente, ya no me parecía tan importante cuando pensé en todo lo que podía perder aquel día. A Apolo, mi marido, el padre de mi hijo… La posibilidad de un futuro con él.
Me levanté, resignada, y me dirigí al despacho del señor Haynes. No obstante, dejé la puerta abierta.
Mi jefe me hizo un gesto mientras se despedía de alguien con quien estaba hablando por teléfono y yo aproveché para mirar lugar de trabajo por última vez, mi propia oficina… Desde la escultura en mármol negro a los cuadros abstractos sobre el sofá, todo en aquel sitio transpiraba estilo; el estilo con el que ansiaba ganar tantos premios.
Si hubiera segudo así… ¿Qué parte de mi éxito tendría que ver con las oportunidades que el señor Haynes le habría dado con objeto de ganarse mi simpatía? Nunca lo sabría por seguro, pero ésa era otra razón por la que yo ya no podía trabajar con él. Yo merecía conocer mi propio talento, probar hasta dónde podía llegar sólo con mis propios méritos.
El señor Haynes se levantó del sillón y yo pude notar que tenía una marca morada en la mandíbula. Mi marido le había dejado un buen regalo en la cara.
—¿Qué quieres?
—Le agradezco mucho las oportunidades que me ha dado, sin usted no hubiera podido hacer mi tesis ni apreciar que de verdad tengo talento para el arte y quiero que sepa que siempre he respetado su propio talento. Pero no puedo seguir trabajando para usted, señor Haynes.
Él se inclinó hacia delante.
—Sofia, por favor, siéntate. Quiero explicar lo que pa...
—No voy a estar aquí tiempo suficiente para sentarme —lo interrumpí con la mayor educación que pude mostrar—. Sólo he venido a decirle que renuncio a mi puesto.
¿No había dicho algo sobre el desayuno cuando entró en el despacho?
El día podía haber terminado siendo tan diferente si yo hubiera estado sola en la oficina... claro que sólo hubiéramos retrasado lo inevitable. Tarde o temprano habríamos acabado teniendo esa confrontación.
Me acerqué y abrí la bolsa para mirar el contenido: los pastelitos de la cafetería de Oxford, una tableta de chocolate blanco y un tarrito con manteca de cacahuete. Y una tarjeta de Apolo con una nota escrita al dorso: Te quiero.
—Te quiero —murmuré, pasando el dedo por la sencilla frase.
Me parecía como si hubiera pasado una eternidad desde la última vez que usó esa expresión, cuando lo había escuchado precisamente la noche anterior. ¿Era este su intento por demostrármelo?
El significado de esa nota me empezaba a pesar sobre la conciencia.
En ese instante pensé en otros detalles que había tenido en el pasado y que yo había creído calculadores. ¿Y si tal vez, sólo tal vez, esos gestos habían nacido del afecto y no de una calculadora manipulación?
Me puse a darle vueltas a esa posibilidad. Apolo había dicho muchas veces que ser tan rico lo hacía tratar con gente engañosa todos los días y eso podía hacer que una persona tuviera dificultad para mostrarse cándida, para confiar en las palabras. Los actos contarían más para él que las palabras.
Y era lógico pensar que mi reservado marido hubiera intentado demostrarme su amor con hechos y no con palabras.
No sabía cómo iba a convencer a Apolo para que me abriera su corazón o cómo íbamos a solucionar el conflicto en que se había convertido nuestro matrimonio, pero no pensaba dejar de luchar si había una sola oportunidad de seguir juntos.
De modo que salí de la galería, absolutamente decidida. Ahora sólo tenía que encontrar la sala en la que estaba Apolo y presentar este caso de forma convincente para poder vencer al mejor estratega financiero de la ciudad de Londres.

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