El carro aceleró. Gaspar hizo varias llamadas, contactando directamente a altos funcionarios del ayuntamiento para exigir que se detuviera el procesamiento de los perros recogidos la noche anterior.
Quién hubiera imaginado que el hombre más rico de Ciudad Arbórea movería cielo y tierra, usando todo su poder y recursos, por un perro.
El carro de Tomás frenó en seco frente a un patio destartalado en las afueras de la ciudad. Era el centro de acogida temporal. Gaspar, sin esperar a que Tomás le abriera la puerta, salió del carro y entró a grandes zancadas.
Varios trabajadores que estaban dentro, charlando y bebiendo algo, se quedaron de piedra al verlo.
No sabían qué hacía allí ese hombre de aspecto imponente, vestido con un traje de alta costura y con una expresión gélida.
El encargado del centro recordó de inmediato la llamada que había recibido veinte minutos antes. Le habían dicho que el perro de un millonario se había perdido y que podría estar en su refugio.
No esperaba que apareciera tan pronto.
—Señor, ¿de qué raza es su perro? —se acercó a preguntar.
—Beagle —respondió Gaspar con una voz desprovista de cualquier calidez—. ¿Dónde están los perros que recogieron anoche sobre las nueve?
El encargado sintió un escalofrío y se apresuró a guiarlo.
—En el patio trasero… por aquí, por favor.
Atravesaron un pequeño pasillo y llegaron a una zona cubierta en el patio trasero que apestaba. Había docenas de jaulas de metal frías, donde perros callejeros de todas las razas, tamaños y colores se acurrucaban, ladrando inquietos.
De repente, de una de las jaulas salió un ladrido emocionado. Un perro daba vueltas dentro, lleno de alegría.
Esa voz…
Era Pepa.

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