Estefanía abrió la bolsa de regalos y se encontró con una caja plana, de forma cuadrada. Al verla, pensó que al menos esta vez, la persona que siempre regalaba relojes —diez en total, ni más ni menos— finalmente había optado por algo diferente.
Cuando abrió la caja, lo primero que vio fue un collar de esmeraldas.
La cadena entera estaba formada por esmeraldas grandes, rodeadas de pequeños diamantes, y al centro colgaba una piedra aún más imponente, como si todo el diseño sirviera para ensalzar esa joya principal. No hacía falta ser experta para saber que era una pieza carísima.
Las chicas del grupo de la gira, que la rodeaban, soltaron exclamaciones de asombro.
—¡Qué hermoso! —decían una tras otra, murmurando y adivinando quién habría sido el responsable de semejante regalo.
—Oye, Estefanía, ¿no venía con una tarjeta? A mí me dijeron que había una ahí dentro, que al verla ibas a saber quién te lo mandó —comentó una de las bailarinas, visiblemente preocupada, temiendo haberla extraviado—. Voy a bajar a buscarla, por si se cayó.
—No te preocupes —la detuvo Estefanía, sonriendo tranquila—. No había tarjeta, así nomás venía.
—¿Entonces sí sabes quién fue? —La chica insistió, con el deber a flor de piel, temerosa de haber arruinado la sorpresa.
—Sí, lo sé. Gracias por ayudarme —dijo Estefanía, guardando el collar con delicadeza.
Así que él también vino a ver la función... ¿no se suponía que menospreciaba la danza?
Recordó la época en que ambos presentaron el examen de ingreso universitario. Él le preguntó a cuál universidad había aplicado.
En ese entonces, el cariño adolescente de Estefanía no era suficiente como para abandonar sus sueños por seguirlo, así que eligió la mejor escuela de baile.
Él, al escucharla, sólo pudo suspirar. Asintió y murmuró algo como que los que estudian arte “no tienen de otra”.
La mayoría pensaba lo mismo: que quienes elegían carreras artísticas era porque no destacaban en las materias de siempre y, como última opción, apostaban por el arte. Pero en el caso de Estefanía, bailar era su pasión.
Con apenas dieciocho años, ya llevaba más de una década entregando su vida a la danza.
Como estudiante de arte, hacía mucho que se había acostumbrado a que la miraran por encima del hombro. Por eso, aunque le dolía, no le sorprendía la reacción de él. Al fin y al cabo, cada uno tomaría su propio camino. Ese amor adolescente terminaría siendo sólo un recuerdo de juventud.
Más tarde, cuando se lesionó y supo que no podría volver a bailar, él dijo lo mismo: —No pasa nada, Estefanía, sólo no podrás bailar. Yo estaré contigo, te cuidaré toda la vida.
Para él, dejar de bailar era sólo eso. Nunca vio la danza como una carrera de verdad.
Incluso, parecía considerarla una ocupación poco digna. Lo comprobó cuando, durante los primeros intentos de rehabilitación tras casarse, Benicio debía llevarla y recogerla, lo que le hacía llegar siempre tarde a las reuniones con Gregorio y los demás. Desde el carro, Estefanía escuchó cómo Gregorio, sin tapujos, decía por teléfono: —Ya te casaste con una coja, que se quede tranquila. ¿Para qué tanto esfuerzo? Que la esposa de Benicio ande rengueando ya es suficiente vergüenza, y encima bailarina, ¡como si eso fuera motivo de orgullo!
Benicio no lo contradijo.
En ese momento, Estefanía lo entendió: él pensaba igual que Gregorio.
Benicio creía que ella no había escuchado nada porque no puso el altavoz. Pero el carro estaba tan callado y Gregorio hablaba tan fuerte, que aunque las palabras no fueron exactas, el mensaje se le quedó grabado.
Con el tiempo, Estefanía logró caminar de nuevo. Volver a bailar ya era imposible.
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: El Baile de Despedida del Cisne Cojo
Muy bonita novela desde principio cada capítulo es un suspenso...