Fabiola recordaba vagamente la voz de la otra persona, pero después de tantos años, las voces también cambian, así que no se atrevía a estar segura.
Además... en ese entonces tenía los ojos lastimados y no podía ver nada, nunca supo cómo era el mayordomo.
Agustín miró de reojo al jefe y negó con la cabeza de manera casi imperceptible.
El jefe sonrió, sin responder a la pregunta de Fabiola.
—El señor dijo que a Fabiola le gusta comer esto.
Fabiola se quedó un poco sorprendida y volteó a ver a Agustín. Resulta que solo se estaba imaginando cosas.
—Gracias, señor —respondió con una sonrisa genuina.
Aunque no fuera alguien conocido, recibir ese tipo de calidez de un desconocido también la hacía sentir feliz.
De por sí, era alguien fácil de contentar.
—Yo también quiero probar —soltó el jefe antes de regresar a su pequeño local, mientras Karla se quedaba parada en el mismo sitio, haciendo un berrinche de celos.
—Agustín, yo también quiero comer —dijo Karla, dejando ver su molestia.
Agustín ni caso le hizo a Karla. Siguió tomando a Fabiola de la mano y avanzó.
—Por allá hay más antojitos, ¿quieres que vaya a hacer fila? —preguntó.
Fabiola negó con la cabeza.
—Ya tenemos dos porciones, no vamos a poder con todo.
—Agustín... —Karla, sintiéndose ignorada, caminó detrás de ellos con cara de mártir—. El abuelo dijo que te quedaras conmigo. Si sigues así, le voy a decir que me trataste mal —aventó, intentando intimidarlo.
Pero, ¿Acaso Agustín era de los que se dejaban intimidar? Si hasta se atrevía a enfrentarse al abuelo... Tenía un carácter incluso más impredecible que la consentida de Karla.
—Miguel, llévala a casa —le ordenó Agustín al chofer, sin rodeos.
El chofer dudó un momento.
—Señor... El anciano pidió que usted...
—Haz lo que quieras, pero si la pierdes, no es mi problema —dijo Agustín, y sin esperar respuesta, jaló a Fabiola hacia la puerta lateral del centro comercial. Ya adentro, y como si nada, entraron a una tienda de ropa. Entre la multitud, Agustín arrastró a Fabiola hasta el probador con una naturalidad que ni siquiera las empleadas notaron.
En un parpadeo, ambos ya estaban adentro, ocultos del mundo.
Fabiola, apretada contra el pecho de Agustín, podía oírle los latidos del corazón. Y, sin querer, su propio corazón empezó a desbocarse también.

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