Vanessa lloró. No sabía qué hacer.
En ese momento, cualquier decisión le parecía equivocada.
Parecía que eligiera lo que eligiera, todo estaría mal.
...
Casa de Agustín.
Agustín llevó a Fabiola a su casa y, con sus propias manos, le preparó un tazón de fideos con carne de res. Además, puso dos huevos estrellados y seis camarones grandes recién cocidos.
—Wow, aquí hay verduras, proteína de primera y carbohidratos. —Fabiola miró los fideos sobre la mesa con una sonrisa de oreja a oreja.
Agustín se sentó a su lado y la observó con ternura.
—Es la primera vez que hago fideos, no sé si te gustarán. Prueba y dime si te laten.
El corazón de Fabiola latía con fuerza. Bajó la mirada, tomó un bocado y sintió una emoción extraña, casi como si estuviera a punto de llorar.
La vista se le nubló por un segundo, pero asintió con fuerza.
—Está delicioso...
—Me he estado informando últimamente. —Agustín le mostró un libro sobre nutrición y cuidados durante el embarazo.
Fabiola se sorprendió. Al parecer, a él sí le importaba mucho ese bebé.
Sintió un calorcito en el pecho. Bajó la mirada hacia su vientre aún plano. Al menos... este niño llegaba con la expectativa de ambos padres. Eso tenía que ser algo bueno, ¿no?
—Agustín, ¿tú prefieres que sea niño o niña? —preguntó Fabiola en voz baja.
—Me da igual, niño o niña, lo único que quiero es que nazca sano y tranquilo. —Agustín le revolvió el cabello con cariño.
Fabiola lo miró con desconfianza. Esa sensación le resultaba demasiado familiar.
—De niña conocí a un chavo que tenía un perro enorme, uno de esos golden. Siempre que le acariciaba la cabeza al perro, después venía y me la revolvía a mí también. —Fabiola dijo esto en voz bajita, mirando a Agustín.
En ese entonces, ella no podía ver. No sabía cómo era el niño.
Pero sí sabía que el golden estaba a su lado, sacando la lengua, esperando también que el niño le acariciara la cabeza.
En esos días, que le revolvieran el cabello se volvió su forma de buscar consuelo.
Quizá... ella y el perrito callejero pensaban igual. Solo querían refugio y un hogar.
La mano de Agustín se quedó rígida por un segundo. Murmuró casi para sí:



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