Los ojos del viejo brillaban con asombro, incapaz de creer que su propio hijo hubiera intentado matarlo solo por la herencia…
Todo lo que había construido con tanto esfuerzo durante su vida era, en el fondo, para darle a él y a Gastón una vida tranquila y segura. Jamás pensó que Sergio se adelantaría de esa forma, impulsado por la avaricia y la desesperación.
En ese momento, se oyó el sonido de la puerta abriéndose.
—¡Crac!—
La puerta de la habitación se abrió de golpe y varios policías entraron, sometiendo a Sergio contra el suelo.
Sergio miró a los oficiales, sorprendido, con la incredulidad pintada en el rostro.
—¿Cómo… cómo es posible…?
No lograba entenderlo. Apenas había entrado a la habitación y de pronto la policía ya estaba ahí.
—Recibimos una denuncia. Está usted acusado de intento de homicidio. Acompáñenos, por favor.
Justo entonces, Agustín y Fabiola entraron desde el pasillo.
El viejo seguía luchando por hablar, pero apenas podía emitir unos sonidos débiles y entrecortados.
Agustín, con la mirada serena, se acercó a la cama. Sabía bien lo que su abuelo intentaba decir: aun después de que su hijo intentara matarlo, lo único que le preocupaba era si Sergio iría a la cárcel.
Sin decir palabra, Agustín tomó el oxígeno y se lo acomodó al anciano.
Sergio, temblando, gritaba mientras los policías lo levantaban del suelo.
—¡Agustín, tú me tendiste una trampa! ¡Tú me arruinaste!
—Soy el papá de Gastón, el heredero del Grupo Lucero, ¡él buscará a los mejores abogados para sacarme de esto! —Sergio siguió forcejeando, pero los agentes lo arrastraron fuera de la habitación.

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