Fabiola transfirió el dinero a su tarjeta bancaria y, apenas salió de la oficina, se dirigió al centro comercial más grande de la zona.
Cincuenta mil pesos. Para Fabiola, esa cantidad era enorme, pero para Sebastián, quizá ni significaba cinco centavos.-
—Quiero ver ese bolso —dijo Fabiola, reuniendo todo su valor mientras entraba a una tienda de lujo.
La vendedora le echó una mirada de arriba abajo, medio despectiva.
—Ese bolso cuesta cuarenta y nueve mil ochocientos —informó sin titubear.
Fabiola sonrió. Qué curioso… justo tenía esa cantidad.
—Me lo llevo, ¿puede envolverlo para regalo? —respondió Fabiola con voz tranquila, y como le dolían las piernas, se sentó a esperar en una de las sillas cerca del mostrador.
Al escucharla, la actitud de la vendedora cambió de inmediato; le sonrió y fue a buscar el bolso en cuestión.
Un bolso de más de cuarenta mil pesos, en esa tienda, apenas era de los más sencillos, nada del otro mundo. Pero para Fabiola, era mucho más que un objeto; era su dignidad.
Al tenerlo en sus manos, sintió el peso de cada peso gastado.
Sin embargo, esa seguridad que pensó que le daría un bolso costoso nunca llegó. Al contrario, se sintió aún más insegura.
Antes de irse, Fabiola notó un bolso exhibido aparte, en una vitrina especial.
—¿Me podría decir cuánto cuesta ese bolso? —preguntó, señalando el modelo.
Fabiola lo recordaba bien: Sebastián le había regalado uno igual a Martina. Cuando Martina lo llevaba, se veía tan elegante, tan segura de sí misma, que desbordaba confianza.
—Ese bolso es de edición limitada, solo lo tenemos como pieza de exhibición. Para comprarlo, necesita haber acumulado más de tres millones en compras o llevarse al menos un millón en otros productos de la tienda —contestó la vendedora, sonriente.
Fabiola se quedó helada, sin poder moverse.
Tres millones…
¿Qué significaban tres millones? Para Sebastián, era papel que podía quemar para contentar a Martina, y al mismo tiempo, era suficiente dinero para salvar la vida de todos los niños de un orfanato.
La vida podía valer mucho… o nada.
Y Fabiola, desde siempre, había sentido que pertenecía al grupo de los que no valían nada.
La diferencia entre ella y Martina no era solo el precio de un bolso. Era la familia, la educación, cada pequeño detalle de sus vidas.
Sebastián jamás trataría de impresionar a Martina con unos cuantos miles. Sabía perfectamente que Martina valía mucho más que eso…
Ella, en cambio, apenas era un sapo tratando de parecer cisne. Qué ingenua había sido al pensar que podía ocupar aunque fuera un rincón en el corazón de Sebastián.
Ridículo, simplemente ridículo.
...
Al llegar a su departamento rentado, Fabiola subió el bolso a una página de ventas de segunda mano. Lo puso como nuevo, le rebajó un poco el precio y estaba segura de que se vendería rápido.
Cuando recibiera el dinero, lo transferiría directamente a la cuenta de la directora del orfanato.
Los niños aún no tenían ropa suficiente para el invierno. Con esos cuarenta mil y pico, podían abrigarse bien para la temporada.
Después de darse un baño caliente, Fabiola, sin ropa, se paró frente al perchero pensando qué ponerse para ver al señor Agustín al día siguiente.
La puerta se abrió. Sebastián había llegado sin avisar, como si nada.
Fabiola se sobresaltó y, por instinto, se cubrió con la toalla.
Fabiola sonrió con cansancio.
—No…
Sebastián la jaló hacia su pecho, como si quisiera apaciguarla.
—Quédate aquí tranquila. Cuando llegue el día de la boda, ya veremos.
Lo decía como si nada, sin imaginar que esas palabras dolían.
Quizá, desde el principio, Sebastián nunca la vio como alguien valiosa.
—Ese día del accidente, Martina se asustó. Dice que se sintió mal por no ayudarte —comentó Sebastián, acariciando la cintura delgada de Fabiola. Siempre le había gustado su figura, después de todo, él mismo la había alimentado desde la adolescencia.
A los diecinueve, a Fabiola le costó desarrollarse por la mala alimentación. Fue Sebastián quien la llevó consigo, asegurándose de que no pasara hambre.
—Mañana en la noche habrá una cena familiar en la casa. Martina invitó a unos amigos. Planeo pedirle matrimonio ahí. Te vendría bien ir temprano para ayudar con los preparativos.
Mientras hablaba, Sebastián le quitó la toalla a Fabiola y comenzó a acariciarla, su aliento rozando su cuello de manera sugerente.
Fabiola pensó que Sebastián podía ser cruel. En el fondo, él y su hermana eran iguales.
Después de tantos días en el extranjero, ¿Martina no le había dado lo que necesitaba?
—No pienso ir… —Fabiola lo rechazó, se apartó de un empujón y recogió la toalla del suelo, sintiendo el estómago revuelto.
Mañana tenía que ver al señor Agustín.
—Si no vas, va a sospechar —Sebastián ya estaba molesto. Era la primera vez que Fabiola lo rechazaba—. Ella ya estuvo casada, es muy sensible. No quiero que empiece a imaginar cosas de nosotros.

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