Un invernadero jamás da espinas; una rosa demasiado delicada solo termina destruida.
Fabiola alzó la mirada hacia Fabián. En ese instante comprendió... Sin Agustín, ya no habría nadie que la respaldara.
—Yo digo que lo mejor es cremar el cuerpo cuanto antes. No hay que darles chance a esos buitres, ¿y si de pronto sale otro hijo de Sergio Lucero por ahí? Nunca se sabe... —murmuró Emilio, clavando la indirecta hacia Gastón.
Desde la puerta, Gastón bajó la cabeza, sin atreverse a responder.
Violeta, al ver la escena, no tardó en meter cizaña.
—Gastón, Agustín se fue y la herencia también es tuya. No te dejes pisotear —insistió, con voz venenosa.
Gastón guardó silencio.
—¿Cuál herencia? Todo lo de César, Agustín ya lo metió en los proyectos del Grupo Benítez. ¿Qué patrimonio vas a pelear? —replicó Sebastián con seriedad, haciendo que Violeta se callara en seco.
Violeta se encogió ante la presencia de Sebastián, pero no se rindió.
—Pero Agustín todavía tenía propiedades, fondos, joyas, hasta fideicomisos... —soltó, apretando los dientes.
La fortuna de Agustín era tanta, que cualquiera podría vivir cómodamente varias vidas solo con eso.
—Fabiola, es mejor cremarlo cuanto antes —le recordó Sebastián.
—Está bien... —asintió Fabiola, sin fuerzas para discutir.
—Por más que lo quieran cremar, Gastón merece despedirse de su hermano —apuntó Violeta, dejando claro que quería ver el cuerpo de Agustín.
La intención era obvia: asegurarse de que Agustín estaba muerto de verdad.
Fabiola inhaló hondo, se quitó la aguja del suero y, pálida como una sábana, miró a Emilio.
—Voy a verlo...
—Gastón, vamos juntos —aprovechó Violeta para arrastrar a Gastón con ella.
La mirada de Fabiola hacia Violeta fue tan cortante como un cuchillo.

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