—Vamos a comer.
Iker habló con un tono tan seco que el aire pareció quedarse estático.
Eleonor frunció el ceño, molesta.
—Detén el carro.
César, al volante, mantuvo el ritmo, esperando alguna señal de Iker a través del retrovisor. Pero él no dio su brazo a torcer.
Al ver que Iker seguía firme, Eleonor dejó de insistir con palabras, tomó la manija de la puerta y la giró con decisión.
—Tú bien sabes que no me vas a controlar. Hace tres años me lancé del carro y ahora lo haría de nuevo.
César actuó por puro reflejo y pisó el freno con fuerza.
El recuerdo de aquel episodio de hace tres años todavía lo perseguía. Hasta ahora, el susto le seguía revolviendo el estómago.
Iker ya esperaba algo así. Se inclinó hacia ella y le sujetó la muñeca con fuerza. Su voz cortó el silencio como un cuchillo:
—¿Entonces a quién sí le vas a hacer caso? ¿A Fabián?
—A cualquiera menos a ti —replicó Eleonor, forcejeando para soltarse, como si de pronto fuera un felino acorralado y furioso.
Iker soltó una carcajada sarcástica.
—¿Y quién era la que me rogaba que no la dejara, prometiendo que me iba a obedecer siempre?
—Eso fue antes —le espetó Eleonor, los ojos al borde de las lágrimas, desbordando rabia y dolor—. Señor Rodríguez, tengo veinticuatro años, ya no soy una niña de siete.
—Con solo mover un dedo, yo te seguía a donde fuera, sin preguntar nada.
En cuanto terminó de hablar, sintió cómo la presión en su muñeca cedía. Aprovechó el instante, abrió la puerta y bajó del carro con agilidad.
No pidió un taxi ni miró atrás. Simplemente se perdió entre la multitud de la acera, dejando que el viento helado la envolviera, como si quisiera borrar de su mente todos los recuerdos que la perseguían.
...
En la familia Rodríguez, los momentos más felices de Eleonor fueron los nueve años junto a Iker.
Sin padres, Iker se volvió su único refugio, su familia. Él la cuidó con esmero, la ayudó a crecer, la protegió de todo.
Los amigos de Iker solían preguntarle en broma dónde había encontrado a una hermana tan docil y tierna. Él solo se reía:
—No se confíen, en la casa es más brava que nadie.
A los dieciséis, Eleonor sintió por segunda vez lo que era ser rechazada. La primera fue cuando sus padres murieron y la dejaron sola en el mundo. La segunda, cuando su hermano decidió alejarse de ella.
Durante mucho tiempo, no pudo salir de ese ciclo de dolor. Las noches se le hacían eternas, su mente dando vueltas sobre lo mismo: ¿qué le faltaba? ¿Por qué todos la abandonaban?
Florencia asintió, pero luego no pudo evitar preguntar:
—¿Y de Fabián no has sabido nada estos días?
—Nada —respondió Eleonor, con la voz apagada.
—¿Y qué onda con él? ¿Anda ocupado rezando por la hermana mayor o qué? —Florencia, abogada de hueso colorado, no perdía la oportunidad de lanzar un comentario venenoso.
Eleonor guardó silencio. Ni ella misma sabía qué pensar de Fabián. Por eso había decidido regresar y hablar del divorcio cara a cara.
Cuando bajaron del carro, Eleonor le pidió a Florencia:
—Llévate mi maleta a tu casa, ¿sí? Así ya no ando de aquí para allá con las cosas.
No había empacado mucho; solo lo necesario para el día a día. En Villa Orquídea quedaban algunas prendas, pero ya no les tenía apego. Solo las usaría si de plano lo necesitaba.
Casi era la medianoche cuando llegó a la casa. Como siempre, una luz tenue iluminaba la entrada.
Apenas entró, Blanca, la empleada, salió a recibirla, sorprendida.
—Señora, qué bueno que regresó. ¿Quiere que le prepare algo de cenar?
—No, gracias —respondió Eleonor, directa—. ¿Está Fabián?

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