Ella se preguntaba si acaso la habían embrujado en aquel viaje a Alemania.
¿Por qué, después de tantos años sin cruzarse con él, ahora se lo encontraba tan seguido?
...
—Ellie, qué bueno que llegaste.
Octavio la saludó con entusiasmo, moviendo la mano para que entrara.
—Pásale.
Los amigos de Fabián también le lanzaron saludos y sonrisas.
Ella apretó la palma de su mano, tratando de calmarse, y fue saludando uno por uno.
—Octavio, Santiago...
Cuando llegó el turno de Iker, se detuvo apenas y apretó los labios.
—Señor Rodríguez.
...
Apenas soltó ese título, el aire se volvió tan espeso que todos sintieron escalofríos.
Incluso Octavio y los demás se movieron incómodos en sus asientos.
Pero Iker ni se inmutó. Solo la miró con esos ojos profundos y una sonrisa torcida.
—¿Así que todos aquí somos tus hermanos menos yo?
...
Frente a él, Eleonor siempre terminaba diciendo lo primero que se le venía a la mente, sin pensar. Le contestó al instante:
—¿Y tú y yo qué relación tenemos?
Esa pregunta la había escuchado de sus propios labios siete años atrás, el mismo día que él mandó que la dejaran en casa de Susana. Eleonor aún podía recordar cada palabra, como si las tuviera grabadas con sangre.
Él la había mirado desde arriba, burlón, y le escupió:
—¿De veras crees que eres mi hermana? Eleonor, tú y yo... ¿qué tenemos que ver?
...
Eleonor desvió la mirada en cuanto terminó de hablar. Le echó un vistazo a Fabián, que ya se había quedado dormido en el sillón, y le pidió ayuda a Octavio.
—Octavio, ¿me ayudas a llevarlo al carro?
—Sí, claro. No hay problema.
La atmósfera en la sala se había puesto tan incómoda que cualquiera habría querido salir corriendo. Octavio no perdió el tiempo y, cargando a Fabián, se apresuró hacia la puerta.
Ese día, Fabián parecía otra persona. Siempre tan calmado, pero bastó que cruzara dos palabras con Iker y empezó a tomarse trago tras trago solo.
Octavio lo acomodó en el asiento trasero y volteó hacia Eleonor.
—¿Vas a poder sola? Si quieres, te ayudo a llevarlo a su casa.
Eleonor negó con la cabeza.
—No hace falta, gracias, Octavio.
—¿Agradecer de qué?
Octavio soltó una risa ligera.
—Anda, vete ya. Ah, y no se te olvide mi cumpleaños, tienes que venir.
A ella no le hacía mucha gracia seguir frecuentando a los amigos de Fabián.
—¿Qué, otra vez te avergüenza que yo manche el apellido Rodríguez?
Iker la miró de reojo, la voz tan suave y cortante que casi dolía.
—Solo te aviso: él no siente nada por ti.
—Ya lo sé.
Ella se encogió de hombros, forzando una sonrisa.
—Pero con que de vez en cuando vuelva a casa, yo ya me doy por bien servida.
Sonaba como una tonta enamorada sin remedio.
La mano de Iker, que seguía apoyada en la puerta, empezó a marcarle las venas del esfuerzo.
—¿Así de clavada estás?
—Sí, me gusta. Y no lo puedo evitar.
Los ojos de Iker se oscurecieron y soltó una carcajada despectiva.
—Ni la protagonista de una novela de amor sería tan fanática como tú.
—¿Apenas te das cuenta?
Eleonor lo miró de frente, la voz tan ligera como el viento.
—Señor Rodríguez, yo te lo pregunté. Te pedí que me dijeras a quién quería él.
—Tú nunca me contestaste.
—Así que no vengas ahora con tus indirectas, ¿qué caso tiene?

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