Virginia se quedó tiesa de golpe.
Miró el carro estacionado afuera, tan familiar, y sintió cómo el pánico le trepaba por dentro.
Sus ojos, tan bien delineados, fulminaron a Eleonor.
—¿Lo hiciste a propósito? ¡Dímelo, lo hiciste a propósito, ¿verdad?!
—¿De qué hablas, cuñada? Si yo estaba arriba preparando el regalo para Fabián, ¿por qué me echas la culpa a mí…?
Los ojos de Eleonor se humedecieron, como si estuviera a punto de llorar.
Parecía la persona más agraviada del mundo.
Justo en ese momento, el mayordomo de la casa, Héctor, entró y se topó con la escena.
Al ver la mansión patas arriba, frunció el ceño y se volvió hacia Virginia.
—Señora, la abuela me pidió que le dijera que, si no supo educar a su hijo, entonces ahora ella tendrá que educarla a usted.
Virginia apenas pudo mover los labios.
—¿Qué dijiste?
Héctor hizo un gesto con la mano, indicando la salida.
—Por favor, acompáñeme al patio. Debe quedarse de rodillas tres horas.
—Héctor…
Apenas Eleonor abrió la boca, Héctor la interrumpió con tranquilidad.
—Señora, no tiene caso que interceda. Ya bastante agotada quedó usted por el velorio del hijo mayor hace unos días, cuide su salud.
Virginia guardó silencio.
No era eso lo que quería preguntar.
En realidad, lo que le interesaba saber era si la abuela ya se sentía mejor.
Así podría aprovechar para ir a platicar sobre el divorcio.
Aunque Fabián era quien manejaba el Grupo Valdés, las decisiones familiares siempre se tomaban en la vieja casa, donde la última palabra era de la abuela.
Por mucho que a Virginia le costara aceptarlo, no le quedaba más remedio que salir al patio.
El frío calaba hasta los huesos.
Pensándolo bien, tal vez se lo merecía.
Eleonor ni siquiera le dirigió una mirada antes de subir las escaleras.
Blanca, la señora que ayudaba en la casa, dudó un momento.
—Señora, ¿qué hacemos con el cuadro?
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