JULIA RODRÍGUEZ
Treinta días. Eso era todo lo que quedaba de nuestro contrato matrimonial. Después de dos años, no parecía mucho, pero eso no significaba que no doliera.
Treinta días más fingiendo ser la esposa de un hombre que nunca me permitió llamarlo por su nombre sin su permiso. Treinta días más bajo el mismo techo, durmiendo en la misma cama, respirando el mismo aire y viviendo mundos completamente opuestos, pero… ¿cómo había empezado todo?
—Debe de ser muy frustrante que siendo la mejor en tu país, aquí seas una «don nadie» —Me había dicho Matthew Grayson, mi jefe, una vez que le había entregado mi renuncia. La veía como quien ve un volante en la calle, sin interés, incluso con cierta actitud de desprecio.
Esa loción mezclada con cuero y tabaco lo hacía más atractivo de lo que ya era.
Las cosas se habían vuelto una locura con el cambio de gobierno. Los latinos no tenían un lugar en el «país de la libertad», y estaba asustada. Aunque tenía una visa por trabajo, no era suficiente para que los de migración no me detuvieran como una criminal y de una patada en el trasero me regresaran a México.
—Has resuelto problemas en la empresa que mis mejores empleados no pudieron —agregó Matthew pensativo y desvió el papel con arrogancia, mientras yo lidiaba con un nudo en el estómago—. No puedo darte el empleo de jefa del departamento de tecnología, sería injusto y en este punto no tendría sentido.
¿Injusto? ¡Claro! Aunque era mejor que ellos, no podía competir con su superioridad «americana». Agaché la mirada. Esperando lo peor. Incluso creí que en cualquier momento la policía atravesaría las puertas y me sacarían de su oficina arrastrándome de manera humillante.
—Lo único que puedo ofrecerte es matrimonio —susurró mientras veía por la ventana, con la prepotencia de un Dios que ve al mundo a sus pies como si fuera una granja de hormigas.
—¿M-matrimonio? —tartamudeé. ¿Había escuchado bien?
—¿No quieres la «green card»? —preguntó con burla, entornando los ojos—. Necesito que sigas resolviendo los problemas de la empresa y tú necesitas quedarte. Sencillo, ¿no?
Sería una vil mentirosa si no admitiera que mi corazón se aceleró. Pensé que ese sería el inicio de una historia de amor, la que había visto tantas veces en películas y series. La mujer en desventaja que es salvada por el hombre guapo y adinerado, pero… para lo que no estaba preparada era que nuestro matrimonio nunca dejó de ser un trato. Un papel firmado con cláusulas precisas, sin espacio para errores ni ilusiones.
Fue un intercambio de conveniencia. Pero yo, estúpidamente, olvidé que el corazón no entiende de cláusulas ni de fechas de expiración.
Me enamoré de su silencio, de su frialdad y de su disciplina. De ese hombre imposible de alcanzar que nunca se descomponía, que nunca perdía el control. Me enamoré de un muro de hielo que, por más que toqué con mis manos desnudas, nunca se derritió.
Durante dos años intenté ser la esposa perfecta. Cocinaba para él, aunque jamás comiera conmigo. Lo cuidaba cuando enfermaba, pese a que, cuando se sentía mejor, me decía que nunca me pidió ayuda y no tenía por qué darme las gracias. Trabajaba horas extras solo para aligerarle la carga, pero jamás reconoció mis logros, ni siquiera admitió que hacía un buen trabajo.
Cada vez que él se acercaba a mí por las noches, cuando su necesidad lo empujaba a buscarme como quien busca alivio, yo cerraba los ojos y me aferraba a la ilusión de que, tal vez, algún día... me miraría con algo más que deseo.
Pero nunca ocurrió, y terminé ahí, frente a él, a treinta días de que todo terminara y fuera libre de un amor no correspondido que estaba pudriendo mi alma. Me había arrebatado mi sonrisa, mi alegría y mi amor propio.
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: 30 Días Antes del Divorcio: ¡Estoy Embarazada!