El mundo de Harper se tambaleó. ¿Casarse con el asesino de su esposo? La idea era repugnante, pero antes de que pudiera protestar, su suegro continuó.
—Como comprenderás, no puedo arriesgarme a que vuelva a atacarnos —suspiró vertiendo un poco de su licor en un vaso—. Tú ya entiendes este tipo de negocios y eres en quien más puedo confiar para que haga bien su trabajo. Salvarnos.
Su hipocresía no tenía fin.
—Tienes hijas —le hizo ver cuando recuperó el habla.
—Seré sincero —Lorcan se sentó cruzando una pierna sobre la otra—. Sabes la fama que esa familia se carga. La prueba está en que vino a matar a mi hijo a su casa, mientras dormías y no te diste cuenta de que lo hizo —dejó caer su barbilla sobre sus dedos con amargura, también presente en sus ojos—. No quiero a alguien así en mi familia. Tu padre no me llevará la contraria, durante los seis meses que dure esto, porque desde que firmaste tu matrimonio con Orvyn por la razón que sabemos, eres de mi propiedad, ¿tu mente capta eso?
No pudo contrariar eso. No tenía argumentos para hacerlo.
—Y además, Harper—, añadió Lorcan— tu historial no es precisamente limpio. No puedo confiar plenamente en alguien con tu pasado instalada en mi casa.
Él prácticamente era dueño de su vida desde que supo su más grande secreto y su familia jamás saldría en su defensa.
Harper Visconde no tenía derecho desde que nació prácticamente. Su hermano era el heredero de su padre, su hermana al haberse casado con uno de los hombres más ricos de Berkshire era la heredera de su madre y ella, por ser la hija bastarda de su padre, no tenía a nadie más que a su nana. Aceptara o no, la decisión final de ese matrimonio no sería suya.
—Entiendo —respondió con voz firme, aunque por dentro estaba rota. Su suegro indicó a uno de sus empleados que dejara pasar a alguien y ella se mantuvo en su sitio. Todo le daba igual.
Sobre todo porque regresar a casa de sus padres no era un derecho con el que contaba. No desde esa noche a sus dieciséis años que, aunque fragmentos se escapan de su memoria, la habían convertido en la culpable del acto atroz que marcó a la familia Visconde.
Voces lejanas se escucharon, aunque el aroma masculino no lo era tanto, obligándola a aterrizar.
—Hagámoslo rápido —enfatizó el hombre que se adueñó de la atención en esa oficina con sólo dos palabras. Harper sólo observó al librero, mientras Lorcan prácticamente le lamía los pies al sujeto.
—Cómo lo prometí, la puse al tanto, está de acuerdo y no habrá una sóla exigencia de su parte, ¿verdad? —la pelirroja se dio la vuelta con su máscara de hielo más fija que nunca.
Sus ojos de un color extraño se clavaron en los de Mateo, y tan solo verlo causó que el odio en su interior se volviera mucho más grande. No era un monstruo físicamente, pero con todo lo que se decía de él, tenía claro que era peor que eso.
Mientras Mateo la reparó de arriba abajo, con su mente creando la imagen de un volcán en erupción al ver la cabellera rojiza de la mujer que se convertiría en su esposa.
—Espero que sea verdad, porque eso no es negociable —el mafioso se volvió hacia Lorcan. —No quiero malos entendidos para el futuro, ni personas que no entiendan de qué va esto y supliquen cosas que no van a obtener.
—Tan importante no te creas— murmuró Harper con la mirada fría. —Porque nadie rogará. Menos a tí, cretino.
Lorcan rió nervioso. Mateo clavó sus ojos, sin una emoción, en la pelirroja que controlaba cada gesto.
—Lo lamento. Ella no quiso…
—¿Tus clases de etiqueta te impiden los insultos? —giró sus pies quedando de frente a ella.
—Las bestias salvajes creen que todo merece gritos y lenguaje burdo para dejar claro lo ruin que son— giró su rostro hacia él. Sonrió con falsa inocencia. —Lo ordinario no se me da.
—La actuación tampoco —refirió el mafioso.
—Acabemos esto de una vez— ni una de sus largas y tupidas pestañas se movió. —Hazlo fácil y rápido para los dos.
—Tranquila, a mí también me aborrece esto. Sólo que yo no lo disimulo— contestó Mateo con frialdad.
Harper suspiró. Claro que lo detestaba, si no le importaba, ella no lo iba a esconder
—No lo disimulo. No me desagrada ni me encanta. Dejemoslo en que me da exactamente igual— mantuvo sus ojos sobre él. —No para todos eres importante, Mateo.
—¿Romperás una cama por el cumplimiento de tu deber? —le sonrió Harper.
—Las he roto en circunstancias diferentes— contestó con arrogancia. Para luego cambiar su gesto abruptamente. —Matando a quien se lo merece por ejemplo.
—Tal vez se repita la historia y pronto sea viuda nuevamente —Harper acomodó sus guantes.
—Muchos han intentado matarme antes—Mateo se apoyó contra la ventana.
—No lo he intentado—, aseguró ella, sus ojos reflejaron su promesa.
—¿Me estás amenazando?
—Te estoy avisando de mi misión —replicó con entereza el volcán convertido en mujer.
—Suerte —al neoyorquino que jamás había probado el dolor no le generaba impacto una nueva amenaza.
—No necesito suerte, necesito una bala.
—Discúlpate —ordenó su suegro y Harper, por primera vez, no obedeció. —Ofrece disculpas.
Las palabras de su suegro fueron como un golpe en el estómago. La mujer de veintiséis años sintió que el suelo se abría bajo sus pies, pero no dejó que su rostro traicionara sus emociones. Sabía que su vida estaba en juego y que cualquier signo de debilidad podría ser su sentencia de muerte.
—Lamento no haberte matado hoy, no será así la próxima vez— el pecho de la pelirroja traqueteó con su exhalación.
Mantuvo su porte altivo. Espalda derecha y mentón en alto, mientras su figura recorría los pasillos hasta llegar a su dormitorio. Se retiró el anillo de bodas con rudeza y se miró en el espejo, una mirada violeta que todos llamaban defecto desde que tenía uso de razón, pero a ella le recordaba por qué la sensibilidad era algo que no se podía permitir.

Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: El éxtasis del dolor: Hasta que tu muerte nos separe.