Alejandro avanzó lentamente por el césped, sintiendo el peso de la mirada desconfiada de su hija y la calma vacía de su esposa.
Se sentía como un extraño pidiendo limosna en la puerta de un banquete.
Se detuvo a unos metros de ellas. El silencio se alargó, roto solo por el canto de un pájaro.
—He... he visto los archivos, Camila.
Su voz sonaba ronca, ajena. Era la voz de un hombre que no estaba acostumbrado a disculparse.
—El código. Tus propuestas.
Isa se aferró con más fuerza a la pierna de su madre, observando a su padre como si fuera un desconocido que hablaba un idioma extraño.
Camila permaneció en silencio, esperando. Su rostro era un lienzo en blanco.
—No tenía idea...
Las palabras salieron de su boca, torpes, inadecuadas. Sonaban a una excusa, no a una confesión.
—Fui un ciego. Un arrogante.
Siguió hablando, tropezando con las palabras, su discurso centrado enteramente en el desastre que ahora entendía.
—Subestimé tu valor para la empresa. El potencial... el potencial que perdimos. Cientos de millones, quizás miles de millones en oportunidades perdidas.
Hablaba de negocios.
De beneficios. De cuotas de mercado.
Era la disculpa de un Director Ejecutivo que había cometido un error de cálculo monumental.
No era la disculpa de un esposo que había destrozado el corazón de su mujer.
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