El restaurante era un secreto bien guardado en la cima de una colina en Santa Fe.
Las mesas estaban dispuestas en una terraza al aire libre, con vistas a la alfombra de luces de la ciudad. El aire era fresco y el ambiente, íntimo.
Era una noche solo para ellos dos.
Fernando había sido claro al hacer la invitación. "Sin computadoras. Sin informes. Sin hablar de negocios".
Y había cumplido su palabra.
La conversación fluyó con una facilidad sorprendente. Hablaron de viajes, de libros que habían leído, de recuerdos de la infancia. Camila descubrió que él tenía un humor seco y una risa fácil. Él descubrió que ella tenía una pasión secreta por las películas de ciencia ficción de los años 80.
Era fácil. Cómodo. Natural.
Cuando el mesero se retiró después de servir el postre, un silencio se instaló entre ellos. Pero no era un silencio incómodo. Era un silencio expectante.
Fernando dejó su copa de vino sobre la mesa. Se giró en su silla para mirarla de frente.
La luz de las velas bailaba en sus ojos, y la expresión de su rostro era seria, vulnerable.
—Camila —dijo, su voz era baja y suave—. He sido paciente.
Hizo una pausa, eligiendo sus palabras con un cuidado que la conmovió.
—He sido paciente porque respeto todo por lo que has pasado. Sé que necesitabas tiempo para sanar, para reconstruirte. Y he admirado cada segundo de ese proceso desde la distancia.
Ella lo escuchaba, su corazón comenzando a latir un poco más deprisa.
—Pero también soy honesto —continuó él, y su mirada se encontró con la de ella, directa, sin artificios—. Y la verdad honesta es que, en algún punto del camino, dejé de admirar a la genio y empecé a...
Dudó, buscando la palabra correcta.
—Me he enamorado de la mujer brillante y fuerte que eres.

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