Los días siguientes, Abril desapareció.
No se fue de la casa, pero se retiró a su propio mundo, un universo fragante contenido dentro de las paredes de cristal del invernadero.
Simón apenas notó su ausencia. Estaba demasiado ocupado, demasiado consumido por el regreso de Valentina. Sus días estaban llenos de largas comidas, llamadas secretas y la planificación de un futuro que no incluía a su esposa. Para él, la casa era simplemente un lugar donde dormir. Que Abril no estuviera revoloteando a su alrededor era, en todo caso, un alivio.
Mientras tanto, en el invernadero, Abril estaba renaciendo.
Con el grimorio de su abuela abierto sobre la mesa de trabajo, redescubrió la mujer que había sido. Sus manos, al principio torpes, pronto se movieron con una memoria innata, casi ancestral.
Clasificó hierbas secas que había cultivado durante años por puro instinto: lavanda de las montañas, verbena de olor cítrico, cedrón relajante y pericón, la flor de cempasúchil silvestre con su aroma a anís.
Se enfocó en una sección del libro titulada "Aromas para la Claridad y la Calma". Necesitaba centrar su mente, afilar sus pensamientos y apagar el ruido de su corazón roto.
Molió resina de copal en un mortero de obsidiana, el mismo que había usado su abuela. El aroma ahumado y sagrado llenó el aire, limpiando no solo el espacio, sino también su espíritu. Cada gesto era un ritual, cada mezcla una meditación.
Estaba forjando sus armas. Y su armadura.
Una tarde, mientras Simón se preparaba para salir, se cruzaron en el vestíbulo principal. Era una de sus breves y esporádicas interacciones. Él la miró de arriba abajo. Llevaba unos pantalones de trabajo manchados de tierra y una simple camiseta de algodón. Su cabello estaba recogido en un moño desordenado.
Una arruga de disgusto apareció en la frente de Simón.
—¿Ya te compraste algo?
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