La Galería de Arte de Polanco era un hervidero de la élite mexicana.
El aire vibraba con el murmullo de conversaciones pretenciosas y risas falsas. Era un campo de batalla social donde las armas eran los apellidos, las cuentas bancarias y los vestidos de alta costura.
La atmósfera era sofocante, una cacofonía de perfumes caros que competían entre sí, creando una mezcla abrumadora y vulgar. A Abril, con su nariz entrenada, le pareció un asalto a los sentidos.
Apenas entraron, fueron interceptados.
Valentina apareció de entre la multitud como una visión. Llevaba un vestido rojo sangre de un diseñador italiano, tan ceñido que parecía cosido sobre su piel. Su cabello rubio estaba recogido en un peinado elaborado y sus joyas de diamantes brillaban con cada movimiento.
Era la reina de la noche, y lo sabía.
—¡Simón! —su voz era un ronroneo—. Al fin llegas.
Ignoró a Abril por completo y se lanzó a los brazos de Simón, dándole un abrazo que duró demasiado. Un abrazo para las cámaras de los fotógrafos de sociales que rondaban por el lugar.
Luego, se volvió hacia Abril. Su sonrisa no llegó a sus ojos.
Se inclinó y le dio un beso en la mejilla, un gesto condescendiente, como el de una monarca saludando a una campesina. Su perfume, el mismo que Simón había llevado a casa la noche de su aniversario, la envolvió.
—¡Abril, querida!
La palabra "querida" sonó como un insulto.
—Qué bueno que pudiste venir. Sé que no te gustan estos eventos tan... ruidosos.
Era una estocada perfecta. Con una sola frase, la pintó como una reclusa antisocial, una mujer aburrida que no encajaba en su mundo vibrante.
Antes de que Abril pudiera responder, Simón la tomó del brazo. Su agarre era firme, una advertencia.
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