El desayuno se sirvió en un silencio tenso.
Abril comía fruta en el enorme comedor de mármol, mientras Simón, de pie junto a la barra, bebía un expreso y revisaba su teléfono.
No habían intercambiado más que un gélido "buenos días". Abril ya no buscaba su mirada. Simón ya no se molestaba en fingir.
Él dejó la taza con un golpe seco.
—Valentina da una fiesta esta noche en la Galería de Arte de Polanco. Iremos.
No fue una invitación. Fue un decreto.
Abril levantó la vista de su plato por primera vez. Sus ojos se encontraron con los de él. La expresión de Simón era de impaciencia, como si estuviera dando una orden a un subordinado.
—Ponte algo... adecuado.
La última palabra fue un golpe, una crítica velada a su reciente aspecto de "jardinera". Un recordatorio de su papel: ser la esposa trofeo, impecable y silenciosa.
Él esperaba una discusión. Esperaba quejas, súplicas o incluso lágrimas, el drama al que ella lo había acostumbrado en los primeros años de su matrimonio. Estaba preparado para aplastar su resistencia con indiferencia.
Pero la mujer que lo miraba desde el otro extremo de la mesa ya no era la misma.
La respuesta de Abril fue tan tranquila que lo desarmó.
—Claro.
No hubo emoción en su voz. Ni resentimiento, ni tristeza. Solo una aceptación serena, casi empresarial.
—¿Hay algún código de vestimenta que deba saber?
Su preparación final no involucró joyas ni maquillaje elaborado.
Se sentó frente a su tocador y abrió un pequeño cofre de madera. De él sacó una botellita de cristal oscuro, llena de un aceite que había estado perfeccionando durante días. Una mezcla personal.
Tomó un pañuelo de seda pura, tan blanco como su vestido.
Dejó caer tres gotas del aceite sobre la tela.
El aroma que se elevó fue sutil, pero poderoso. Lavanda para la calma, verbena para la claridad mental y un toque de menta blanca para afilar los sentidos. Era el perfume de una estratega, no de una víctima.
Era su única armadura.
Dobló el pañuelo con cuidado y lo deslizó dentro de su pequeño bolso de mano.

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