El sol comenzaba a teñir de gris el cielo de la Ciudad de México cuando Abril cerró la tapa de su laptop.
No había dormido.
La noche entera la había pasado en la biblioteca, no llorando su desgracia, sino planeando su guerra. La pantalla de su tableta estaba llena de pestañas abiertas: los perfiles de los abogados de divorcio más feroces de la ciudad, artículos sobre la liquidación de bienes conyugales, análisis del valor de mercado de las acciones de "Ferrer Arquitectos".
La tristeza se había evaporado, dejando en su lugar una claridad glacial.
Se duchó y se vistió con un impecable vestido de lino blanco y unos discretos aretes de perla. Se maquilló con cuidado, ocultando las ojeras. Cuando Simón bajó a la cocina, la encontró sentada a la mesa del comedor, revisando noticias financieras en su tableta.
Él se detuvo en seco, con la mano en la cafetera. Verla levantada tan temprano era una anomalía. Verla vestida para la batalla a las seis de la mañana era desconcertante.
—Buenos días.
Su tono fue el de siempre: indiferente, apresurado.
—Tengo junta temprano, no me esperes a desayunar.
Ni siquiera preguntó por qué estaba despierta. Dio por sentado que su mundo seguía girando en torno al de él.
Abril no levantó la vista de su pantalla.
—No te preocupes.
Su voz era serena, neutra, desprovista de la habitual nota de anhelo o decepción que él estaba acostumbrado a ignorar.
—Tengo un día ocupado también.
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