Era la víspera de Año Nuevo.
Camila había decidido pasar las fiestas con su familia materna. La casa de su abuela en San Ángel estaba llena de vida, con el aroma de los tamales y el ponche flotando en el aire.
Por la tarde, su tío Ricardo los llevó a todos a dar un paseo en yate por el lago de Valle de Bravo.
Sus primos más jóvenes, Javier y Mateo, estaban encantados.
—¡Esto es increíble, tío!
Camila estaba sentada en la proa, dejando que el viento fresco jugara con su cabello. Se sentía en paz por primera vez en mucho tiempo.
Mientras el yate se deslizaba sobre el agua resplandeciente, otro barco, un elegante velero, se acercó a ellos.
En la cubierta, reconoció una figura familiar.
Era Fernando Beltrán, y estaba con su pequeña sobrina, Daniela.
—¡Vaya mundo tan pequeño! —gritó Fernando por encima del ruido del motor.
Los dos barcos se emparejaron, y después de las presentaciones, decidieron anclar juntos en una cala tranquila.
Javier y Mateo, sus primos, miraban a Fernando con una curiosidad descarada.
—Así que... ¿tú eres el novio de Cami? —preguntó Mateo, el más joven, con la inocencia brutal de un niño.
Camila casi se atraganta con su bebida.
—¡Mateo! No seas grosero. El señor Beltrán es un socio de negocios.
Pero el daño estaba hecho. Fernando se rio, una risa genuina y relajada.
—Es un placer conocer a la familia de Camila.
Pasaron la tarde juntos. Los niños jugaban en el agua, y los adultos platicaban en la cubierta, compartiendo aperitivos y bebidas. El ambiente era natural y cómodo.
En un momento, el teléfono satelital de Fernando sonó.
Se disculpó y se apartó para contestar.
—¿Alejandro? ¿Qué pasa?
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