La partida entre Alejandro Alcázar y el señor Hernández fue una clase magistral de estrategia.
Se sentaron a la mesa de piedra bajo la sombra de un viejo pirul, el resto de los invitados formando un círculo silencioso a su alrededor.
Alejandro jugaba con una agresividad calculada, cada movimiento era un ataque preciso, buscando expandir su territorio y ahogar a su oponente. El señor Hernández, por su parte, era un maestro de la defensa, sus formaciones eran casi impenetrables.
Fernando Beltrán se acercó a Camila, que observaba la partida en silencio.
—¿Entiendes algo de esto? —le susurró—. A mí me parece física cuántica.
—Entiendo un poco —respondió Camila, sus ojos fijos en el tablero.
Su respuesta fue modesta, pero David Romero, que estaba a su lado, sonrió para sus adentros. Sabía que "un poco" para Camila significaba más que el conocimiento de la mayoría de los expertos.
Camila no solo seguía la partida; se anticipaba a ella. Veía las trampas que Alejandro tendía tres movimientos antes de que se materializaran. Veía las sutiles debilidades en la defensa del señor Hernández. Su rostro estaba tranquilo, pero su mente era un torbellino de cálculos.
Después de veinte minutos de intensa batalla intelectual, el señor Hernández suspiró y colocó su pieza sobre el tablero con un suave clic.
—Me rindo —anunció con una sonrisa de buen perdedor—. Tu habilidad para el ataque es formidable, joven. Has ganado.
Un murmullo de admiración recorrió al grupo.
Justo en ese momento, Valeria Campos se acercó a la mesa, su rostro iluminado por una sonrisa radiante.
—Ale, fue increíble. ¿Me harías el honor de jugar una partida conmigo?
La petición tomó a todos por sorpresa, pero fue recibida con entusiasmo.
—¡Claro! —exclamó Rodrigo Ibáñez—. ¡Un duelo entre la belleza y el cerebro! Aunque en este caso, ¡ambos tienen las dos cosas!
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