El aire de la Ciudad de México la golpeó al salir del aeropuerto, una mezcla familiar de asfalto y contaminación que no extrañaba en lo más mínimo.
Camila Elizalde arrastró su maleta de mano a través de la terminal, ignorando las miradas que su ropa de diseñador atraía.
Era su cumpleaños. Cumplía treinta años.
El vuelo desde Monterrey había sido tranquilo, dándole demasiado tiempo para pensar. Siete años de matrimonio. Siete años esperando un gesto, una palabra.
Hoy no había recibido ni un solo mensaje de Alejandro.
El chófer la esperaba con el auto negro de la familia. El trayecto hasta la mansión en Las Lomas de Chapultepec fue silencioso.
La casa estaba impecable, como siempre. Fría, como siempre.
En la sala, su hija de seis años, Isabel, estaba sentada en el suelo, completamente concentrada en un dibujo.
—Isa, ya llegué.
La niña levantó la vista apenas un segundo, sus ojos grandes idénticos a los de su padre.
—Ah, hola.
Volvió a su trabajo con una dedicación que le estrujó el corazón a Camila. Se acercó y vio que Isabel estaba coloreando un pastel enorme.
—Qué bonito te está quedando. ¿Es para mí?
Isabel frunció el ceño, como si Camila hubiera hecho la pregunta más tonta del mundo.
—No. Es para Vale, la señora guapa.
Valeria. Valeria Campos. La “Vale”.
El aire se escapó de los pulmones de Camila.
Se arrodilló junto a su hija, forzando una sonrisa.
—Ah, claro. Qué bien. ¿Y… no te acuerdas de qué día es hoy?
Isabel la miró con impaciencia.
—Mamá, estoy ocupada. Este es un regalo muy importante.
La indiferencia en la voz de su propia hija fue como una bofetada.
Camila se levantó, sintiendo un vacío helado en el pecho. Subió a su habitación, un espacio tan impersonal como la suite de un hotel de lujo.
Sacó su celular y marcó el número de Alejandro.
Sonó una vez. Dos veces.
—¿Bueno?
La voz de su esposo sonó distante, casi molesta.
—Alejandro, soy yo. Acabo de llegar.
—Estoy en una reunión, Camila. ¿Es urgente?
Antes de que pudiera responder, escuchó una risa suave al otro lado de la línea. Una risa femenina y melódica que conocía demasiado bien.
La voz de Valeria.
—Ale, cariño, la comida se va a enfriar…
—Tengo que colgar —dijo Alejandro bruscamente.
La llamada se cortó.
Camila se quedó inmóvil, con el teléfono pegado a la oreja. El silencio de la habitación era ensordecedor.
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