Era casi medianoche cuando Alejandro Alcázar entró en la casa, con Isabel dormida en sus brazos.
La señora Elena lo recibió en el vestíbulo, con una expresión de ansiedad en el rostro.
—Señor, qué bueno que llega. La señora Camila regresó de su viaje.
Alejandro asintió, distraído, mientras llevaba a la niña hacia las escaleras.
—Lo sé.
—Parecía… muy molesta, señor. Dejó esto para usted y se fue de nuevo. Dijo que volvía a Monterrey.
Elena le tendió el sobre blanco.
Alejandro lo tomó sin mirarlo. ¿Molesta? Camila siempre estaba molesta por algo. Le daba igual.
—Gracias, Elena. Ya puede retirarse.
Subió a Isabel a su cuarto y luego entró en la suite principal. La habitación estaba silenciosa y vacía.
Arrojó el sobre sobre la mesita de noche, junto a su reloj y su cartera. Ni siquiera sintió curiosidad por ver qué contenía. Probablemente otra queja, otra lista de reclamos.
Su celular vibró. Era Valeria.
—¿Ya estás en casa, Ale?
Su voz era suave, con un toque de preocupación fingida.
—Sí, acabo de acostar a Isa. Se divirtió mucho hoy.
—Me encantó verla. Ustedes son mi familia.
Alejandro sonrió.
—Y tú la nuestra. Descansa. Mañana tengo que volar a Nueva York muy temprano, pero te llamo en cuanto aterrice.
Colgó y se metió a la ducha. El sobre seguía en la mesita de noche. Al salir, mientras buscaba ropa en el armario, su teléfono volvió a sonar. Era una alerta de su asistente.
Al moverse con prisa, golpeó sin querer la mesita de noche.
El sobre blanco cayó al suelo, deslizándose por debajo del borde de la cama, quedando oculto en la penumbra.
Alejandro no se dio cuenta.
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