Las pistas de esquí de La Malinche brillaban bajo un sol invernal.
Camila observaba a Isa tomar su primera clase, su pequeña figura envuelta en un traje de nieve rosa, deslizándose torpemente pero con una sonrisa de pura alegría.
Se sentía extrañamente en paz.
La paz se rompió cuando vio a Alejandro caminando hacia ella por la nieve.
—Hola —dijo él, deteniéndose a su lado.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Camila, su tono era frío.
—Quería hablar contigo.
Su mirada se posó en Isa, que saludaba con la mano desde la pista infantil.
—He estado pensando... en tu tío.
Camila se puso rígida.
—El proyecto del centro comercial del que hablamos. Sé que era importante para él. He hablado con mis socios. Estamos dispuestos a cederle el contrato de construcción principal. Como... un agradecimiento. Por todo.
Camila lo miró, incrédula. ¿Un agradecimiento? ¿Así es como él lo veía? Como una transacción. Un pago por los años de servicio, por el cuidado de su abuela.
Una ira fría y lúcida la invadió.
—No.
La palabra fue tan tajante que lo sorprendió.
—¿Qué?
—He dicho que no —repitió ella, mirándolo directamente a los ojos—. Mi familia no necesita tu caridad, Alejandro. Y yo no necesito tus gestos vacíos.
Se acercó un paso a él, su voz bajó a un susurro feroz.
—Quiero un divorcio limpio. Sin deudas. Sin favores. Sin nada que nos una. Cuando esto termine, no quiero que me debas nada, y ciertamente, no te deberé nada. ¿Entendido?
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