La noche fría en la montaña le pasó factura.
Al día siguiente, Camila despertó con un dolor de cabeza punzante y un escalofrío que no podía quitarse. Para el mediodía, estaba ardiendo en fiebre.
Estaba en la antigua mansión de la familia Alcázar, visitando a la abuela Elvira, cuando el malestar se volvió insoportable.
—¡Por Dios, niña, estás ardiendo! —exclamó la matriarca, poniendo una mano en su frente—. Ni se te ocurra conducir en ese estado. Te quedarás aquí.
La hicieron acostarse en una de las habitaciones de huéspedes, un cuarto acogedor y lleno de antigüedades que olía a lavanda y a tiempo.
Camila se hundió en las sábanas frescas, su cuerpo adolorido y débil. Se quedó dormida casi al instante.
Cuando despertó, la habitación estaba en penumbra. La luz del atardecer se filtraba por las pesadas cortinas.
Había una figura sentada en el sillón junto a su cama.
Era Alejandro.
Estaba leyendo un libro, pero al sentir que ella se movía, levantó la vista.
—Despertaste —dijo en voz baja.
Camila intentó incorporarse, pero un mareo la obligó a recostarse de nuevo.
—¿Qué... qué haces aquí?
—La abuela me llamó. Dijo que estabas enferma.
Se levantó y se acercó a la cama. Le puso una mano en la frente, con un gesto sorprendentemente suave. Su mano estaba fría y se sintió bien contra su piel ardiente.
—La fiebre ha bajado un poco. El médico dijo que es solo un resfriado fuerte. Necesitas descansar.
—Tengo sed —susurró Camila, su garganta estaba seca.
Sin decir una palabra, Alejandro fue a la mesita de noche, sirvió agua de una jarra de cristal en un vaso y regresó.
La ayudó a sentarse, poniendo una almohada extra en su espalda. Le tendió el vaso.
Sus dedos se rozaron por un instante. Una pequeña descarga eléctrica recorrió el brazo de Camila.
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: La Genio Anónima: Mi Esposo Firmó el Divorcio Sin Saber Quién Soy