La cena esa noche en la mansión de la abuela Elvira fue una obra maestra de la tensión pasivo-agresiva.
La matriarca, ajena al acuerdo de divorcio que yacía en el maletín de Camila, intentaba forzar una reconciliación.
—Isa, mi amor, siéntate entre tu papi y tu mami —ordenó, sonriendo.
Camila e Isa obedecieron en silencio. Alejandro se sentó a la cabecera, su rostro era una máscara impenetrable.
Durante la comida, Santiago Herrera no podía apartar la vista de Camila.
Observaba cada uno de sus gestos, buscando una grieta en su armadura de serenidad.
La encontró en la forma en que interactuaba con Isa.
Camila seguía desempeñando su papel de madre a la perfección. Le cortaba la carne a su hija en trozos pequeños. Le limpiaba la boca con una servilleta. Le recordaba que bebiera su jugo.
Pero sus manos se movían con la precisión mecánica de un autómata.
Y sus ojos... sus ojos estaban vacíos.
Cuando miraba a Isa, la devoción incondicional, el amor profundo que antes brillaba en ellos, había desaparecido. Había sido reemplazado por un afecto tranquilo, pero distante. Era el cuidado de una guardiana, no la adoración de una madre.
Santiago sintió un escalofrío. Era sutil, pero inconfundible. La conexión se había roto.
Miró a Alejandro y vio que él también lo había notado. Sus ojos estaban fijos en Camila, su ceño ligeramente fruncido en una expresión de profunda confusión.
La comida terminó. La conversación forzada se apagó.
—Bueno, es tarde —dijo la abuela Elvira, satisfecha de haberlos mantenido juntos una noche más—. Es hora de que esta vieja se vaya a la cama.
Tan pronto como la matriarca desapareció por el pasillo, el teléfono de Alejandro sonó.
No tuvo que mirar la pantalla. Todos en la mesa sabían quién era.
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