El resort de aguas termales era un paraíso de vapor y roca volcánica, un lugar diseñado para la relajación y la intimidad.
Para Camila, se sentía como una prisión de lujo.
Doña Elvira había orquestado el fin de semana con la precisión de un general de ejército. Tenían la villa más aislada, con una piscina termal privada y vistas espectaculares a las montañas.
El sábado por la tarde, la matriarca la llamó a su habitación.
—Ponte esto esta noche —dijo, tendiéndole una pequeña caja de seda.
Camila la abrió. Dentro, doblado sobre un lecho de satén, había un conjunto de lencería.
Era de un rojo intenso, casi escandaloso, hecho de encaje delicado y tiras de seda. Era una pieza exquisita, audaz y descaradamente sexy.
—Un matrimonio necesita un poco de chispa —dijo Doña Elvira con una sonrisa astuta—. Alejandro ha estado muy estresado. Necesita que le recuerdes que tiene una esposa hermosa.
Camila miró la prenda, sintiendo una mezcla de vergüenza y resignación.
Sabía que era inútil. Sabía que el corazón de Alejandro estaba en otra parte, que ninguna cantidad de encaje podría competir con la conexión que tenía con Valeria.
Pero también sabía que discutir con la abuela era una batalla perdida.
Esa noche, después de que Doña Elvira se retirara a su habitación con una mirada llena de expectativas, Camila se puso el conjunto. Se miró en el espejo. La mujer que le devolvía la mirada era una extraña, una versión audaz y seductora de sí misma que había permanecido oculta durante años.
Se puso una bata de seda por encima y salió a la terraza, donde se encontraba la piscina termal privada.
Alejandro ya estaba allí, sumergido en el agua humeante, con la vista perdida en las estrellas.
El corazón de Camila latía con fuerza, no de deseo, sino de una ansiedad nerviosa. Se sentía ridícula, expuesta.
Se quitó la bata, dejando que cayera al suelo.
Entró en el agua lentamente. El calor la envolvió, pero no pudo relajar la tensión de sus músculos.
Se sentó en el borde opuesto de la piscina, a varios metros de él.
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