La presencia de Doña Elvira transformó la mansión en un escenario donde cada gesto era una actuación. Camila y Alejandro, los protagonistas renuentes, se vieron forzados a compartir el mismo techo, la misma habitación, la misma cama.
Dormían espalda con espalda, un abismo de sábanas frías entre ellos.
A la mañana siguiente, después de otra tensa sesión de desayuno bajo la atenta mirada de la matriarca, Alejandro detuvo a Camila justo cuando ella se disponía a salir para el trabajo.
—Espera.
Le tendió una carpeta de cartón.
Camila la abrió. Dentro, estaban los documentos de una propiedad y un juego de llaves.
El título de propiedad de la casa de enfrente. La que había pertenecido a los vecinos de su abuela.
Sus ojos escanearon el documento. El nombre del propietario era uno solo: Camila Elizalde.
Levantó la vista hacia él, confundida.
—Es tuya —dijo él, su tono era neutro, como si estuviera cerrando un trato comercial—. Sin condiciones.
—No puedo aceptarla. Te transferiré el dinero —respondió ella, su voz era firme.
—No.
La negativa fue tajante.
—Considera que es mío. No tuyo —dijo él—. Un problema que yo creé, una solución que yo pago. No me debes nada.
Se dio la vuelta antes de que ella pudiera protestar.
La generosidad del gesto chocaba violentamente con la frialdad de su ejecución. No era un regalo, era una indemnización. Un intento de limpiar su conciencia con un acto de poder económico.
Camila guardó los documentos en su bolso, una amarga victoria que sabía a ceniza.
Esa tarde, Doña Elvira la interceptó en la cocina.
—Alejandro ha estado trabajando demasiado. Se le ve cansado —dijo la anciana, con una sutileza nula—. Un buen almuerzo casero le sentaría bien. ¿Por qué no le llevas algo a la oficina?
Era una orden, no una sugerencia.
Camila suspiró por dentro. Sabía que era inútil discutir. Subió a su habitación y marcó el número de la oficina de Alejandro. Era mejor confirmar antes de hacer el viaje en vano.
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