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La Genio Anónima: Mi Esposo Firmó el Divorcio Sin Saber Quién Soy romance Capítulo 54

Esa semana, la farsa continuó.

Cenas familiares forzadas, sonrisas tensas y la constante vigilancia de Doña Elvira. Camila se sentía como una actriz en una obra de teatro mal escrita.

El jueves, tenía una cena de negocios con David y un posible inversor. Eligieron un restaurante discreto en la Condesa para evitar a la multitud de Polanco.

La mala suerte, sin embargo, parecía haberse convertido en su sombra.

Cuando salían del privado, se encontraron de frente con un grupo grande y ruidoso que se dirigía a otro salón.

Era Alejandro. Con él, Valeria. Y detrás de ellos, toda la familia Campos, incluido su padre, Luis, y su prima, Liliana.

El encuentro en el pasillo estrecho fue inevitable.

El tiempo pareció congelarse.

Luis Campos y Liliana miraron a Camila como si fuera un fantasma, una aparición desagradable en su noche de celebración. Luego, sus miradas se posaron en David, y sus expresiones cambiaron, volviéndose obsequiosas.

—Señor Romero, ¡qué grata sorpresa! —dijo Luis Campos, extendiendo la mano hacia David e ignorando por completo a Camila, que estaba a su lado.

Valeria también le dedicó a David una sonrisa deslumbrante.

—David, qué gusto verte. Alejandro me ha hablado maravillas de los avances en Axon AI.

Ignoraron a Camila. No fue sutil. Fue un corte deliberado, un acto de anulación social ejecutado con precisión quirúrgica. La trataron como si fuera invisible, como si fuera un mueble.

David ni siquiera miró la mano extendida de Luis Campos.

Su rostro se endureció, sus ojos se volvieron fríos como el hielo. Puso una mano protectora en la espalda baja de Camila.

—Mi socia y yo ya nos íbamos —dijo, su voz era cortante. Su uso de la palabra "socia" fue un énfasis deliberado.

Miró directamente a Valeria.

—Señorita Campos.

Luego a Alejandro, que había permanecido en silencio, observando la escena.

—Alcázar.

Con un seco asentimiento de cabeza, guio a Camila a través del grupo, abriéndole paso como un rompehielos.

La humillación en los rostros de la familia Campos fue un pequeño y amargo consuelo.

Esa noche, Camila se quedó trabajando hasta tarde, demasiado inquieta para volver a la mansión. A las diez, su celular sonó. Era Alejandro.

El alivio la inundó, una ola tan poderosa que casi la hizo temblar.

—El propietario me debe un favor. La casa vuelve a estar en el mercado —continuó él, su voz era un murmullo monótono—. Si la quieres, es tuya.

Camila se giró para mirarlo, estupefacta.

—¿Qué?

—Te la daré como parte del acuerdo. O, si tu orgullo no te lo permite, puedes comprármela. Te daré un precio justo.

Ella no sabía qué decir. Su mente daba vueltas.

Por un lado, la defendía públicamente de su familia, la llevaba a casa por orden de su abuela. Por otro, le ofrecía un santuario, una forma de proteger a su propia familia de la mujer por la que lo estaba dejando todo.

Era un laberinto de contradicciones. Un juego que ella no entendía.

El auto se detuvo frente a la imponente entrada de la mansión.

Alejandro apagó el motor.

—Piénsalo. Mañana le diré a mi abogado que te envíe los papeles.

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