El reloj de pared en la sala marcaba las 11:50 de la noche.
Diez minutos. Solo quedaban diez minutos para que su quinto aniversario de bodas se convirtiera en una mentira más.
Abril Lozano alisó una arruga inexistente en el mantel de lino. La mesa para dos estaba impecablemente puesta. La luz de las velas danzaba sobre la superficie pulida de la platería y los bordes de las copas de cristal.
El robalo a la sal, el plato favorito de Simón, llevaba más de una hora enfriándose en la cocina. Se había convertido en un monumento a su paciencia, o quizás, a su estupidez.
Vivían en una mansión en Las Lomas de Chapultepec, un gigante de arquitectura minimalista, de líneas limpias y espacios tan vastos como fríos. Era la casa de Simón Ferrer, el arquitecto del momento. Y ella era solo un adorno más, tan cuidadosamente seleccionado como los muebles de diseñador que los rodeaban.
A las 11:58 PM, el sonido del motor de un auto de lujo rompió el silencio de la noche.
Abril se levantó, su corazón latiendo con una mezcla de esperanza y resignación. Se recompuso, forzando una sonrisa en sus labios.
La puerta principal se abrió.
Simón entró. No hubo un saludo, ni una mirada. Se quitó el saco de marca con un gesto cansado, arrojándolo sobre un sillón cercano.
Mientras pasaba a su lado, una estela de fragancia la golpeó.
No era el perfume que ella usaba, ni el que él solía ponerse. Era algo diferente. Complejo, amaderado, con una nota de cuero y especias que gritaba exclusividad. Un perfume de nicho. Un perfume de alguien más.
—Feliz aniversario, Simón.
Su voz sonó frágil en el enorme salón.
—Preparé tu favorito, el robalo a la sal.
Él ni siquiera la miró. Sus dedos largos y elegantes se ocuparon de aflojar el nudo de su corbata de seda.
—Cómprate algo. Lo que sea.
La entrega fue impersonal, fría, como quien paga una cuenta o da una propina. No había una caja, ni un lazo, ni una palabra de afecto. Solo plástico. Plástico sin límite.
Ella extendió la mano y tomó la tarjeta. El contacto de sus dedos fue lo único que rozó la piel de él. Un roce accidental, sin ninguna calidez.
Sin decir nada más, Simón le dio la espalda y comenzó a subir los escalones, de dos en dos. Sus pasos resonaron en el silencio, cada uno un martillazo en el corazón de Abril.
Se quedó sola en medio de la sala vacía, el eco de sus pasos desvaneciéndose en la planta alta. La cena fría, las velas consumiéndose, el perfume ajeno flotando en el aire.
Bajó la vista a su mano. La tarjeta de crédito se sentía pesada, helada.
El reloj de la sala dio la primera campanada de la medianoche.

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