El sueño no llegaba.
Abril estaba sentada en la penumbra de la biblioteca, envuelta en una bata de seda. El único sonido era el zumbido casi imperceptible del sistema de climatización de la mansión.
Afuera, la Ciudad de México dormía, pero dentro de ella, un huracán de pensamientos la mantenía despierta.
Sobre la mesa de caoba pulida, justo al lado de su mano, descansaba la tarjeta de crédito negra. Brillaba débilmente bajo la luz de la lámpara de lectura, una ofrenda silenciosa y humillante. Un pago por cinco años de servicio.
Abrió su laptop. La pantalla cobró vida, iluminando su rostro pálido y sus ojos cansados.
Navegó sin rumbo por internet, visitando páginas de noticias de arquitectura, portales de moda, cualquier cosa que la distrajera del nudo que se formaba en su garganta.
Finalmente, con un suspiro de resignación, abrió Instagram.
Su feed estaba lleno de la vida perfecta de otros. Influencers en playas exóticas, amigos de la universidad mostrando fotos de sus hijos, colegas de su vida pasada celebrando nuevos logros en el mundo de la perfumería. Una vida que ella había abandonado por Simón.
Estaba a punto de cerrar la aplicación cuando una publicación en la sección de "Sugerencias para ti" captó su atención.
El algoritmo, en su infinita y a veces cruel sabiduría, le mostró una foto.
Era una imagen profesionalmente iluminada. Una mujer de cabello rubio cenizo, con una sonrisa calculada, posaba en lo que parecía ser un balcón en Milán. Sostenía en su mano un frasco de perfume de cristal tallado.
Abril sintió que el aire se le escapaba de los pulmones.
La mujer era Valentina Salazar. El primer amor de Simón. La mujer por la que él suspiraba en silencio cuando creía que nadie lo veía.
El pie de foto era una obra maestra de la provocación sutil.
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