El teléfono sonó en medio de la noche, despertando a Alejandro de un sueño ligero e inquieto.
Era el mayordomo de la mansión familiar.
—Señor, lamento la hora. Es la señora Elvira.
El corazón de Alejandro dio un vuelco.
—¿Qué pasa con mi abuela?
—Ha sufrido una caída en el baño, señor. La ambulancia ya viene en camino.
Alejandro saltó de la cama, vistiéndose a toda prisa. El pánico, una emoción que rara vez sentía, le atenazó el pecho.
Cuando llegó al hospital, su abuela ya estaba en una suite privada, con la pierna enyesada y una expresión de terquedad en el rostro.
—Estoy bien —dijo, aunque su rostro estaba pálido por el dolor—. Solo fue un resbalón.
El médico fue más directo.
—Es una fractura de fémur, Alejandro. Dada su edad, es grave. Necesita una cirugía de reemplazo de cadera lo antes posible.
Doña Elvira resopló.
—No voy a entrar a ningún quirófano.
Alejandro se sentó al borde de su cama.
—Abuela, tienes que hacerlo.
—No —dijo ella, sus ojos agudos fijos en él—. No, a menos que tú hagas algo por mí.
Alejandro esperó. Sabía que se avecinaba un ultimátum.
—Ese proyecto que le diste a la familia de esa mujer... los Campos. Lo quiero cancelado. Ahora mismo.
Alejandro apretó la mandíbula.
—Abuela, eso es un asunto de negocios. Y es un contrato firmado.
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