El ambiente en la habitación del hospital se transformó en cuanto Camila y su abuela entraron.
Doña Elvira, que había estado de mal humor y quejándose, se iluminó al verlas.
—¡Mis niñas! ¡Qué bueno que vinieron!
Isa, que estaba sentada en un rincón jugando con una tablet, saltó y corrió hacia Camila, abrazando sus piernas con fuerza.
—¡Mami!
Camila la levantó en brazos, su corazón se llenó de una ternura que había intentado suprimir.
—Hola, mi amor. ¿Has estado cuidando bien a tu bisabuela?
Alejandro observaba la escena desde la ventana, una expresión indescifrable en su rostro. Vio la facilidad con la que Camila consolaba a su abuela, la naturalidad con la que Isa se acurrucaba en sus brazos.
Eran un cuadro familiar. Un cuadro del que él se sentía cada vez más un extraño.
Las dos abuelas se enfrascaron en una animada conversación, dejando a los demás en un segundo plano.
—Nosotras ya nos íbamos a comer —dijo Doña Inés, la abuela de Camila—. ¿Por qué no vienes con nosotras, Isa? La abuela te preparó tu sopa de fideos favorita.
Los ojos de Isa se iluminaron.
—¡Sí! ¿Puedo ir, mami? ¿Puedo?
—Claro, mi amor.
—Pero... ¿tú también vienes, verdad? —preguntó la niña, su manita aferrándose a la de Camila—. Comemos todos juntos.
Antes de que Camila pudiera responder, Alejandro intervino.
—Yo tengo que quedarme aquí. Pero tu mamá puede ir con ustedes.
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