A la mañana siguiente, un lujoso sedán negro se detuvo frente a la casa de la abuela de Camila puntualmente a las nueve.
Doña Inés, mirando por la ventana, se quedó boquiabierta.
—Camila, ven a ver esto.
Camila se acercó y vio a Alejandro Alcázar bajarse del asiento del conductor. No era su chofer. Era él.
Abrió la puerta del pasajero con una cortesía impecable, esperando.
—Ha venido a llevarme al hospital —dijo Doña Inés, su voz teñida de una sorpresa incrédula—. Qué muchacho tan atento, después de todo.
Durante el trayecto, Alejandro fue el epítome del yerno perfecto. Platicó con Doña Inés sobre el clima, le preguntó por su jardín y condujo con una suavidad exquisita para no incomodarla.
En el hospital, la ayudó a bajar del auto, ofreciéndole un brazo firme como apoyo.
Camila los seguía en silencio, sintiéndose como una espectadora en una obra de teatro absurda.
Dentro de la habitación, mientras las dos abuelas platicaban, Camila se sentó a leer en un sillón.
Alejandro se acercó a ella. No le dijo nada. Simplemente tomó un vaso de la mesita, lo llenó con agua del garrafón y se lo ofreció.
Camila lo miró, sorprendida por el gesto inesperado.
—Gracias —murmuró, tomando el vaso.
Justo en ese momento, el teléfono de Camila vibró. Era una videollamada de Carla.
—¡Amiga! ¿Cómo sigue tu abuela?
—Mucho mejor, gracias por preguntar.
La cámara del teléfono se movió, y Carla vio la escena detrás de Camila. Vio a Alejandro ayudando a Doña Elvira a acomodarse las almohadas.
—Un momento... —dijo Carla, entrecerrando los ojos—. ¿Ese es el innombrable? ¿Y está siendo... amable? ¡No me digas que volvieron!
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