De vuelta en la tranquila casa de San Ángel, la atmósfera era pesada.
Doña Inés estaba sentada en su sillón favorito, con una taza de té de tila en las manos, pero la bebida no parecía calmarla.
—No me gusta esto, Camila —dijo, su voz era grave—. Nada de esto me gusta.
Camila, sentada en el sofá de enfrente, esperaba en silencio.
—Ese hombre... tu marido... está ciego. Y esa mujer lo tiene completamente en sus manos. Ahora hasta su hermano pequeño la adora como si fuera una santa.
Dejó la taza sobre la mesita con un ruido seco.
—Estoy preocupada por Isa.
La mención de su hija hizo que Camila se pusiera alerta.
—Crecer en un ambiente así... con esa mujer como modelo a seguir... no es sano. Alejandro está tan obsesionado con ella que no ve el daño que le está haciendo a su propia hija.
Doña Inés la miró fijamente, sus ojos agudos no se perdían nada.
—Tenemos que hacer algo. No podemos dejar que se quede con la niña. Tenemos que luchar por la custodia.
La palabra "luchar" sonaba extraña, violenta. Camila nunca se había considerado una luchadora en ese sentido.
—Abuela, el acuerdo es claro. La custodia es suya.
—¡Los acuerdos se pueden cambiar! —replicó Doña Inés con una fuerza sorprendente—. Contrataremos a los mejores abogados. Demostraremos que él no es un padre apto. ¡Que prefiere a su amante por encima de su hija!
La idea era agotadora. Un litigio largo y sucio, lleno de acusaciones y resentimiento.
Justo en ese momento, como si lo hubiera invocado, el teléfono de Camila sonó.
Era Isa.
—Hola, mi amor.
—Mami... ¿puedo ir a tu casa? —la vocecita de Isa sonaba pequeña y triste—. La casa de papá está muy vacía.
—¿Y si... y si me quedo a vivir aquí contigo?
La pregunta, tan inocente y tan cargada de significado, dejó a Camila sin aliento.
Al día siguiente, Camila llamó a Alejandro para informarle de la petición de su hija.
Esperaba una discusión, una negociación.
Pero la respuesta de Alejandro la sorprendió por su simpleza.
—Está bien. Si eso es lo que ella quiere, que se quede contigo por ahora.
No hubo resistencia. No hubo preguntas. Solo una aceptación fácil y rápida.
Casi como si le estuviera haciendo un favor. Como si la ausencia de su hija le quitara un peso de encima.
Camila colgó el teléfono, sintiendo un escalofrío.

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